jueves, 15 de mayo de 2008

Conservar mi espacio fuera de la realidad

Conservar mi espacio fuera de la realidad

por Patricia Améstegui

Ayer leí en el blog el discurso que dio Don Franklin para los 25 años de mi cole (sí, mi cole, así con todo el orgullo que puede entrar en las palabras…) y se me salieron las lágrimas…

En medio de mi jornada laboral compartí mi dicha con una compañera de trabajo y le dije: "mira, así me crié yo".

El Laredo realmente fue mi casa, donde vivía, comía –literalmente- y me alimentaba de un sinfín de experiencias.

Leí en ese discurso algo que me pasó y que aún dejo que me pase de forma consciente y totalmente voluntaria: conservar mi espacio fuera de la realidad.

Es verdad. O al menos es mi verdad. El colegio, mi curso, creó en mí un espacio íntimo, puro, utópico y seguro, donde casi todo era perfecto ante mis ojos de niña: había crecido en lo que sarcásticamente aún llamamos los de mi curso una burbujita de cristal.

El año pasado celebramos felices nuestros diez años de bachilleres. Fueron y vinieron correos emotivos, circularon fotos del recuerdo, nos llamamos "hermanos" y por más o menos un mes nuestros corazones albergaron la ilusión del reencuentro general, porque mal que mal siempre nos hemos tenido en contacto.

El día de nuestro encuentro, con más vida vivida y más arrugas, noté que mi burbujita se había mantenido. Los recuerdos estaban casi intactos, bueno, favorecidos por la gracia del velo de lo querido.

Al ver hacia atrás, sí fue extraño enfrentarme al "mundo exterior": En mi primer año de universidad extrañaba irme al fondo del curso y poder tocar un piano, mis compañeros me miraban contrariados cuando me sentaba alegremente en el piso si estaba cansada (jeje, como en el mástil del cole)… o peor aún, no podían comprender qué hacia estudiando ingeniería alguien salido del Laredo (¿no ve que sólo sabíamos música y nada mas?). Recuerdo que ese primer año fuera del nido, iba a mi amado colegio a caminar por la canchita de tierra o por los pasillos con un total sentimiento de añoranza del tiempo mágico de mi niñez que veía irse irreparablemente.

Pero no me fue mal. De hecho, de alguna forma tenía más disciplina en estudios que los que habían salido de colegios renombrados. Acostumbrada a pasar mañana-tarde-y-noche clases y a crear tiempo para otras actividades. Mi horario se veía incluso más cómodo… Ojo, no sabía más que ellos –claro que me costó aprobar cálculo y demás materias que nunca había visto- pero podía igualarme sin ninguna desventaja, como todos supusieron al principio.

Y esto es lo bello. No me fue mal ni le fue mal a ninguno de nosotros. Soy la orgullosa compañera de curso de brillantes profesionales técnic@s y licenciad@s en varias especialidades.

Académicamente, hay grados de maestría y todo. Personalmente, es un hermoso grupo humano listo para una charla crítica de política, economía o arte o tan simple como para compartir nuestro tiempo con una taza de té o de lo que sea… de lo que sea…

Ahora, relativamente adulta, puedo afirmar que mi educación en el cole me hizo como soy. En otros lados podría haber sido mejor o peor. Posiblemente no mejor.

Me dio la capacidad de discernir mis actividades, de tener un criterio más amplio, de no escapar frente a las oportunidades, de querer seguir creciendo, de hacer mil cosas a la vez, de ser exagerada y sensible…jeje… También de saber que existen personas buenas y malas y poder confiar, pese a todo lo vivido, ya que mi "burbujita" me enseñó que siempre hay posibilidad de tener un mundo bello creado a través de mí.

Y todo se debe a Don Franklin, al arquitecto de nuestras vidas.

Acabo de recordar algo que nos pasó como promoción. Un día, cuando estábamos en tercero medio, entró nuestro director Don Franklin al curso y nos empezó a contar, como siempre, un cuento. Nos contó que una vez había un curso muy difícil en el cole y que, ni modo, ese año no hubo promoción… Claro que nos quedamos entre asustados y asombrados: ¡nos había dicho que si seguíamos así, no íbamos a salir bachilleres del cole! La siguiente semana le tocó el turno a la subdirectora de humanidades; Ana María Camacho entró al curso y primero nos riñó por ser un curso rebelde y complicado… y terminó el discurso con un "no sé cómo le hacen, pero tienen el mejor promedio del colegio"… jaja… Los rebeldes y complicados después de todo éramos más complicados de lo que esperaban. Así que no cambiamos en nada. Seguimos siendo lo que éramos. Don Franklin no volvió a darnos un discurso como el de ese día. Sin embargo, ya en cuarto medio, en el típico almuerzo que daba la Dirección a la promoción, Don Franklin se emocionó al darnos las palabras de despedida, nos encomendó mejorar la sociedad, nos recordó quienes éramos y, lo más lindo, no nos deseó éxito porque nos aseguró que él sabía que lo íbamos a tener…

Don Franklin no vio en nosotros un curso académicamente apto, ni una masa de chiquitos "malcriados". Vio a los líderes que había forjado a través de su Instituto, a sus "agentes de cambio" (término muy de moda) para una mejor sociedad; vio a los niños que se habían formado sobre sus tres pilares: Creatividad, Libertad y Felicidad.

Ayer, en medio de las palabras y mis pensamientos, me cuestioné si estaba cumpliendo la misión que mi forjador me había encomendado… Sí, estoy poniendo mi granito de arena… Y aún tengo mucho más por hacer.

Patricia Améstegui U., Promo '97

patiaurriolagoitia@gmail.com


miércoles, 14 de mayo de 2008

Así se educa en el Instituto “Laredo”

Libertad, Felicidad, Creatividad

Así se educa en el Instituto “Laredo”

FACETAS-Los Tiempos, 13 de septiembre de 1987

El Instituto Eduardo Laredo es un colmenar de abejillas laboriosas y alegres. Los niños reciben allí una educación para la libertad y la belleza. No es raro verlos, todavía con las huellas terrosas de su última travesura, repartidos en el patio, cada uno frente a su atril, tocando violines.

Cada curso es una cajita de música. Pero no es solamente un instituto de enseñanza musical: allí la juventud se forma integralmente “como la nobleza inglesa”, según la gráfica expresión de Don Franklin Anaya, su creador y director.

Del Instituto Eduardo Laredo han egresado numerosos grandes artistas y se van formando nuevos. La educación musical se expresa sobre todo en la orquesta juvenil, el coro de los Jóvenes Cantores y el de los Niños Cantores del Valle, cuyo prestigio ha trascendido nuestras fronteras.

El Instituto Laredo es una institución fiscal única en Bolivia y sin parangón en América Latina. No hay un solo establecimiento, ni siquiera particular, que dé a los niños una educación tan exquisita.

Visitamos el Laredo, preguntamos a Don Franklin cuál es el diapasón íntimo que rige la vida del Instituto y, sobre todo, por qué el sector privado, ya que no el Estado, construyen uno, dos, muchos Institutos.

Su respuesta a esta última pregunta fue precisa, lacónica: sencillamente no se explica por qué semejante estulticia de los sectores concentradores del ingreso, que no dan a sus hijos la educación de príncipes que sí se da en el Laredo.

Como todo insigne mentor, Don Franklin ha inculcado en sus niños las cualidades más sublimes de su espíritu: el amor por la libertad, la belleza, la creatividad, y el rechazo a la violencia, a las relaciones autoritarias.

Nos preguntamos con él por qué no se sigue su ejemplo y no encontramos respuesta.

OJO DE VIDRIO

Semblanza de Don Franklin

Don Franklin es de los pocos seres humanos que parecen haber hallado en sus vidas el equilibrio, la serenidad. Se mueve como una tortuga buena con el alma en reposo, porque le ha llegado el turno de contemplar la obra de su creación y abrigar la certeza de que no se ha de destruir.

Su credo pedagógico es más grande que el de Simón Rodríguez, más noble que el de Rousseau y es el resumen y la superación de ambos. Don Franklin odia el poder, la autoridad: se indigna calladito cuando algún profesor castiga a los alumnos. Los ve de plantón en el patio del Instituto y se acerca a invitarles unos caramelos. Él sabe que el castigo no corrige, pero sí el caramelo, la confianza, la amistad.

Don Franklin es, más que un esteta, un moralista. Él desea educar para la libertad y la belleza, sabiendo como Schiller, como Joyce, que formar al artista adolescente es darle una ética. Porque quien ama la libertad y la belleza no puede amar el mal, la corrupción, la explotación del hombre por el hombre.

Introducir en el alma del niño la libertad y la belleza es un hecho irreversible, pero más que cultural, es una imitación de la naturaleza. Toda vez que puede, Don Franklin visita a sus alumnos y les pregunta por qué las abejitas bailan antes de buscar la miel. Antes de ser obreras, son artistas, aman la naturaleza, gustan de merodear por los jardines y de contemplar las corolas de las flores.

Un viejo exfoliador reúne las cartas que escriben alumnos y ex alumnos a Don Franklin. Allí está la fina letra de Agustín Fernández, el gran músico que ahora triunfa en Londres; allí las buenas noticias que envía Ramiro Sanjinés, el gran pianista boliviano, pero también las cartitas de los niños, llenas de amor filial por Don Franklin. Abre una, lee y llora. Vive de la contemplación de su obra.

“Aquí educamos a los niños como a los de la nobleza inglesa”, dice Don Franklin. Tienen profesor de dicción, de canto, de danza, de solfeo, de música, de pintura, y además de ciencias y humanidades.

Cada niño escoge un instrumento y a fin de mes se ha instituido los Sábados Musicales, dedicados a la improvisación; y cada tres meses, la Semana Musical, en que se hace música de la mañana a la noche.

El propósito es sumir a los niños en el mundo de la belleza. Si se introduce el sentido estético en el alma de un niño, ya no puede salir de él. Es una concepción del mundo que lo obligará a asumir una actitud distinta frente a la naturaleza y la vida. Un niño en contacto con la belleza no puede ser malo; la educación estética rechaza el mal porque la maldad, el odio, son feos.

Los niños son educados en libertad. Es cierto que por las mañanas, los profesores de ciencias y humanidades no son una excepción en la forma en que regimentan a los muchachos como en los cuarteles. Pero por las tardes, dedicadas a la educación artística, los niños son libres y solamente se les exige la disciplina de la orquesta, del espíritu; no del cuartel, de la materia.

Dice Don Franklin que los niños no son felices porque reciben demasiadas presiones de los padres, de los maestros, del medio, de la falta de recursos económicos. Entonces él piensa que un maestro debe detectar la infelicidad de cada niño y ayudarle a que no sea infeliz. Darle libertad ya es un principio de felicidad y un campo abonado para la creatividad. En el arte, por mucho que uno siga determinadas rutinas, siempre hay un porcentaje de creatividad que influye, como disciplina y método, en el estudio de las ciencias.

Una educación integral

“La educación integral no es enseñarlo todo, no es acumular en la memoria muchas cosas en forma de datos, fechas, acontecimientos. Es desarrollar la capacidad física, intelectual, afectiva y moral para que el hombre sea eficiente, razonable, de espíritu crítico y creador; en suma, un factor de cambio social con responsabilidad comunitaria e histórica, un nuevo hombre liberado del afán mercantilista, del fanatismo y el dogmatismo, del anarquismo utópico”, dice Don Franklin, y agrega: “Un objetivo fundamental del Instituto Laredo es enseñar a vivir dentro el mundo de la belleza para que después el educando ya no pueda salir de él, es decir, de lo bello de la ciencia, las humanidades y las artes.

El mundo de lo bello comprende muchas cosas; entre ellas, la amplitud para apreciar la naturaleza y el pensamiento, la capacidad para crear con belleza la bondad; esta última se halla tan íntimamente ligada con la belleza y por ello queda incluida en la trilogía; en efecto, el odio, la maldad, por ser feos, pueden ser excluidos gracias a la educación estética.”

Formar niños activos

“Otro objetivo importante del Instituto Laredo es formar una familia escolar culta, solidaria, afectuosa y dispuesta a actuar. Un agente imprescindible de este cambio es el artista, al cual hay que prepararlo en la mejor forma que el medio lo permita. Los buenos sentimientos en general, si no los inculcamos en la infancia, ya no lo haremos jamás, porque “lo verdaderamente humanos e afirma en el alma junto con el conocimiento de las primeras y más importantes verdades.”

Cómo encontrar el camino

Don Franklin se pregunta cómo encontrar el camino que lleva al corazón de los niños. “La educación –dice—es ante todo una permanente comunicación espiritual entre el maestro y el alumno a través de la cual el maestro estudia al ser humano. La educación al fin es también un arte. En la educación todo es importante: la salud, la lección, el interés de los alumnos dentro y fuera de la clase, las relaciones maestro-alumno, alumnos entre sí, maestros entre sí y las relaciones de todos ellos con el mundo circundante. Pero siempre hay algo más importante, y entre ese algo se puede señalar el calor, la cordialidad, la sinceridad que debe existir detrás de cada palabra y acto del educador para que el hombre sea eficiente, razonable, de espíritu crítico y creador, en suma, un factor de cambio social con responsabilidad comunitaria e histórica, un nuevo hombre liberado del afán mercantilista, del fanatismo y el dogmatismo, del anarquismo utópico.”

En 17 años de funcionamiento del Instituto, numerosos ex alumnos han ocupado sitiales de excepción en el mundo de la música y el arte en general; pero por sobre todo “no hemos descubierto –dice don Franklin—un solo caso de ex alumno del Laredo que se hubiese apartado del camino del honor.”

“Salvando al Colegio Militar, el Estado y la comunidad cochabambina invierten en el Instituto mucho más que en cualquier otro colegio. Son muy pocos los establecimientos educativos en América latina dnde se pone al alcance del educando de primaria y secundaria la enseñanza y la cultura en general.”

El objetivo general es permitir a cada alumno levantar un hermoso edificio “que no debe ser de albañilería muda, sino un edificio que sepa hablar y aun cantar: me refiero al edificio de vuestras propias vidas.”

Una paradoja

Las familias pudientes tienden a enviar a sus hijos a institutos y universidades del exterior una vez que salen bachilleres. Pero entretanto son raros los casos de niños que se eduquen fuera del país. Los doce años de escuela y colegio se los realiza por lo general aquí.

Hay numerosos y prestigiosos establecimientos privados, pero ninguno ha repetido la experiencia del Laredo. A los alumnos de los establecimientos particulares se les complementa la educación en ciencias y humanidades con idiomas, computación y otras actividades técnicas, pero no hay un solo caso de que se les inculque una educación estética. Mucho menos que se despierte en los niños sus potencialidades artísticas a veces dormidas.

Así se da la paradoja de que un establecimiento fiscal eduque a los niños como a príncipes y que los ricos no tengan un solo instituto similar.

Por supuesto, el más obligado a repetir la experiencia del Laredo es el Estado; pero al parecer nuestros gobernantes no han sentido la necesidad de hacerlo.

Extirpar de la educación las relaciones autoritarias y despertar el amor a la belleza, la libertad, la creatividad, es saber formar recursos humanos; pero al parecer nadie, ni siquiera los maestros normalistas, tienen interés en ello.

martes, 13 de mayo de 2008

El Instituto Laredo vivido por un alumno

El Instituto Laredo vivido por un alumno

por Benjamín Rodríguez

El libro que Don Franklin proyectó y quedó inédito incluía esta carta escrita por Benjamín Rodríguez en 1985.

A ciertos postulantes a beca de estudios en la URSS se exigió que completen su documentación con una autobiografía. Benjamín Rodríguez, alumno del último curso del Ciclo Medio, redactó este gracioso y significativo relato de sus vivencias escolares. Rodríguez es actualmente músico del Ballet Folklórico del Instituto, pintor, fabricante de instrumentos nativos y estudiante de Arquitectura.

Mis padres me han contado repetidamente la misma anécdota, tal vez porque yo la escucho siempre como si fuera la primera vez. Dicen que cuando era yo un bebé y aún no había en Bolivia la maldita televisión, la familia se reunía en torno de la radio para escuchar cierto programa de música selecta durante el cual sonaba de rato en rato “por casualidad”, el gorjeo de una vocecilla cuyo origen no podían identificar y que resultó ser… ¡la del bebé! Todos los niños reaccionan con el ritmo, los perros aúllan, las vacas dan más leche; éste es pues un fenómeno de la naturaleza, pero mis padres encontraron en ello una manifestación de precocidad musical, y por ciento me veían ya dirigiendo una orquesta todavía con los pantalones cortos.

Bien, pasado el tiempo, sucedió lo que mejor podía sucederme: un personaje acompañado de dos muchachas que parecían enfermeras, visitó el aula de mi escuelita primaria. Llevaba un estuche negro en el que supuse que guardaban jeringas para inyectar vacunas, pero no, señor, llevaba un instrumento de música con el que tocó una dulce melodía; luego las supuestas enfermeras hicieron demostraciones de super oído y super voz. Finalmente nos pidieron que imitáramos sus proezas. Hubo también una explicación de la importancia que Superman y los astronautas dan al oído. Dicho personaje –don Franklin—sin duda alguna sabía entenderse con los niños; después hablaré de él y por ahora quiero contar que todos los del curso queríamos ser astronautas, mas solamente muy pocos recibimos con aire de misterio una carta para nuestros padres.

Al ser leída, mi madre le dijo a mi padre: “¿No te decía, Manuel? El chico es notable para la música. Aquí en la carta nos felicitan e invitan a presentarlo al examen de ingreso al Instituto Laredo, donde sólo reciben a lo mejor” (esto último ahuecando la voz). Yo ocupaba mi sitio en la mesa, muy inflado y satisfecho, con la cabeza baja y mirando con el rabillo del ojo a mis hermanos que siempre me hacían burlas cuando yo cantaba para los parientes y amigos de mamá.

Llegó el día del examen de ingreso y muy limpito y bien peinado me presenté junto con los centenares de otros niños a una serie de pruebas de lectura, cálculo, dibujo, inteligencia, música, adivinanzas, diálogos y qué se yo. Total, quedé en la lista de los elegidos. Saltando regresé a casa y otra vez mamá salió con su cantaleta: “¿No te dije, Manuel? El chico será un artista, un gran artista”. “Miau”, dijo uno de mis hermanos y mi padre se enojó.

* * * *

En la infancia solamente las horas de algunas clases de ciencias son largas; las de música son casi siempre cortas como las horas de recreo. Los años corren y ya estoy haciendo giras de conciertos como miembro prominente del coro de los “Niños Cantores del Valle”. La verdad es que todos nos sentíamos prominentes porque viajábamos en avión, coche reservado de ferrocarril o góndola propia. Nos alojábamos en hoteles, nos visitaba el médico y en suma nos cuidaban como a gente importante. Actuábamos en teatros donde nos aplauden y algunas señoras lloran y nos regalan dulces. Cuando cantábamos la Canción de Cuna, de Mozart, no les despegábamos los ojos, porque era el instante en que sacaban sus pañuelitos y nosotros nos dábamos un codazo disimuladamente.

Admiré a la Directora de coro y me fijaba en todos los detalles de las cosas que hacía, la psicología que empleaba para tener al coro sereno antes de cantar, presto y con toda su energía durante la actuación. Me fijaba y admiraba la forma sutil con que deslizaba sus manos y nos conducía de aquí para allá a voces que suben y bajan, vuelan como gaviotas, se mueren y reviven. El Trenzinho, de Heitor Villalobos era número de éxito; imita los ruidos del tren desde que sale poco a poco de la estación; luego corre y pitea, Uuuuu…Uuuu…Uuuu…, se pierde y vuelve a aparecer. Nosotros viviendo el viaje creíamos ver las montañas, los ríos, los campos cultivados, el ganado, hasta que imitábamos los chorros de vapor de los frenos del tren y ya, con un Do final, concluye la pieza entre aplausos sonrientes del público.

* * * *

Es posible que estas horas de infancia musical sean de una felicidad que no se repite en la vida. Me gustaría hablar sobre ello con algún señor que haya sido miembro de algún coro de niños famoso, por ejemplo, los Niños Cantores de Viena; pero, volviendo a mi historia, en el Instituto Laredo, cuando se llega al Ciclo Medio, hay que elegir entre tres especialidades: Instrumentista, Moralista-armonista o Danzarín. Para otros estudios no hay maestros, sencillamente. La carrera de instrumentista también es limitada por la misma razón. Yo elegí la de Moralista. Formé parte del coro de los “Jóvenes Cantores del Valle”; luego, del Coro Polifónico de Cochabamba. Conocí al maestro francés Alain Charron, que ha venido en años sucesivos a darnos clases durante el invierno. Él es apuesto, carismático y experto. En su último concierto de la Catedral de Cochabamba, dirigió un coro de 200 voces, la mayoría del Instituto Laredo, mirándonos a todos a la vez con una mirada penetrante entre ceja y cena, que todo lo domina.

* * * *

El Instituto Laredo es cada día nuevo y nos ocupaba todo el tiempo. Ha dejado huellas, diré mejor, surcos profundos en nosotros como personas. Otros jóvenes oyen la música de pasada o simplemente oyen música alienante. Pero los laredistas queremos descubrir su sentido, su mensaje y estamos integrados a ella cuando menos como auditorio religioso. Además, en el Instituto tuvimos la oportunidad de acercarnos a personas mayores de las que se aprende aun más que en la cátedra, y de las que se escucha una palabra importante para la vida. Washington Vargas, por ejemplo, es médico y enseña a los niños en el curso de dibujo, y a los del Ciclo Medio da clases de Elocución y Relaciones Humanas, en las que se habla de amor, ciencia, sexo, violencia, política del país, literatura, poesía, música de protesta o lo que buenamente interesa a la gente de nuestra generación. Otro es Ronald Martínez (ex alumno del Laredo), actualmente profesor de clarinete, pero más que músico es dibujante y poeta. Como ya mencioné, el personaje central es nuestro director del Instituto, el arquitecto y músico Franklin Anaya, de un gran espíritu, con quien nos entendemos como si fuéramos de la misma edad y temperamento, así, sencillamente y haciendo abstracción de la gran diferencia de edad y conocimientos. Por otra parte, la relación con los ex alumnos fue también importante para nuestra formación cultural. Gonzalo Lema, a poco de salir del Instituto, ganó el Premio Nacional “Guttentag” de Novela. Él me empujó hacia la lectura de Cien años de soledad, de García Márquez, y El lobo estepario, de Hermann Hesse. Ronald Martínez, que aún es joven, me hizo notar que la pintura, las letras y la música son la mejor manera de expresar nuestra forma de pensar en cuanto al mundo y la vida. Pinté cuadros que junto con varios compañeros expusimos en la Galería Galaxia, de Cochabamba, y escribí poemas de amor…

Aunque quedan muchas cosas más por relatar, quisiera terminar aquí, pero falta un epílogo: Toco la flauta traversa, “y no por casualidad” tengo mi propio grupo de amigos que se llama “Becuadro”, que actúa aquí y allá. Fabrico instrumentos, especialmente charangos, con cierta habilidad de manos.

Ocurre una aberración: los egresados del Instituto Laredo con vocación musical debemos elegir otra carrera porque no hay dónde continuar la propia, ni recursos para estudiar en el extranjero. Así pues, me he inscrito en la Universidad para la Carrera de Arquitectura.

Don Franklin ha escrito un folleto donde analiza la problemática nacional sosteniendo que: “No se puede iniciar la espiral del desarrollo económico-social sin cumplir una etapa previa de desarrollo cultural primario.” Para ello, entre otras cosas, es necesario formar recursos humanos desde la infancia mediante una educación que integre las Ciencias, las Humanidades y las Artes.

Cochabamba, marzo de 1985.

lunes, 12 de mayo de 2008

LIBERTAD, FELICIDAD, CREATIVIDAD


LIBERTAD, FELICIDAD, CREATIVIDAD

Este capítulo forma parte de un libro en proyecto que Don Franklin dejó inédito.

TRES PRINCIPIOS NORMATIVOS DEL INSTITUTO: LA LIBERTAD, LA FELICIDAD Y LA CREATIVIDAD

Por Franklin Anaya Arze

No le falta razón a John Holt cuando dice:

“Si lo que queremos son borregos,

nuestras escuelas son perfectas tal como están”.

Pero si dentro de ellas se estimula

y orienta el afán creador,

se desarrolla éste como una flor natural.

Tres principios norman el desenvolvimiento del Instituto Laredo: el de la libertad, el de la felicidad y el de la creatividad. El niño (y el educando en general) no puede ser feliz si no es libre y rara vez ejercita sus facultades creativas sin las otras condiciones.

¿Cómo formar y desarrollar la personalidad sin un ambiente de libertad? La escuela-cuartel (que generalmente goza de mayor estatus) es la que justamente anula la personalidad del alumno. Ser libre significa tener la facultad de decidir por uno mismo pero, como en toda decisión libre se asume una responsabilidad, entran en juego la conciencia y, finalmente, la voluntad de acción. Es un absurdo enseñar impositivamente sin esperar que el educando se forme su opinión y adquiera conciencia de sus deberes. Se puede imponer la disciplina pero no el interés; aquélla va por coerción, éste brota espontáneamente.

¿Cómo convertir el aula en un lugar distinto al habitual? ¿Cómo lograr que sea un centro donde la vida sea feliz? ¡He aquí un desafío al maestro de talento! En una escuela donde uno se acomoda en pupitres para estudiar cosas en buena parte inútiles, nadie puede ser feliz y menos los niños. No lo son si tienen miedo al profesor, si intuyen que a éste no lo tienen de su parte, si en el aula no corre como una brisa el sentido del humor, si no se cuentan historietas atractivas, si no se alternan los estudios con los juegos. No pueden ser felices si se los castiga o reprende con violencia: el castigo es siempre un acto de odio que ofende la dignidad y la inocencia del niño.

El tercer principio que orienta la función educativa en el Instituto Laredo es el de la creatividad: formar hombres cultos y creadores es su misión de corolario, habida cuenta de que la cultura, básicamente, es la conciencia y cumplimiento de las obligaciones para con uno mismo, la comunidad y la naturaleza y que el hombre sin capacidad creadora es más somático que espiritual, más centrípeto que centrífugo, más efímero que perdurable. Por todo ello se integran en el Instituto el estudio de las Ciencias y Humanidades con el de las Artes: ambas son formativas de la cultura, de las artes, de la actitud creativa. El niño posee una capacidad de invención innata y hace miles de cosas todo el tiempo sin dejar de percibir cuanto acontece en torno suyo. Lo que ocurre después –en gran medida a su paso por la escuela—es que pierde esa capacidad. No le falta razón a John Holt cuando dice en Inglaterra: “Si lo que queremos son borregos, nuestras escuelas son perfectas tal como están, pero si dentro de ellas se estimula y orienta el afán creador, se desarrolla éste como una flor natural.”

LA SELECCIÓN DE ALUMNOS

El Instituto Laredo es un plantel al que ingresan solamente los niños bien dotados, cuyas cualidades han sido demostradas por medio de pruebas de inteligencia, razonamiento, conocimientos, dibujo, música y personalidad. No interesa aquí el estatus social, político o económico del niño, porque se trata de salvar valores humanos que pudieran malograrse debido a la crisis educacional por la que atraviesa el país en todos sus niveles. Un niño de talento e inquieto suele ser un niño terrible que estorba en la clase; muchos niños de las mismas cualidades se equilibran y elevan el nivel intelectual del curso y del propio maestro. A esta ventaja debe añadirse que el número de alumnos por curso es, en este Instituto, limitado de acuerdo con las conveniencias pedagógicas. ¿Qué rendimiento aceptable puede lograrse en cursos de 40 a 50 alumnos como son los de casi todas nuestras escuelas fiscales o particulares?

“En los países desarrollados –escribe Igor Quiroga—como Estados Unidos, Rusia, Europa, etc., se vienen realizando experiencias trascendentales en el campo de la educación de niños y jóvenes intelectualmente superdotados y bien dotados, experiencias para las cuales las Universidades o el Estado proporcionan recursos sin escatimar gastos. Fuera de la educación privilegiada que aquéllos reciben, son objeto de seguimiento de su actividad intelectual o profesional y hasta de su salud y desempeño en la sociedad. En verdad los grandes países no pueden descuidarse de incrementar sus recursos humanos de alto nivel por este y otros procedimientos. En las naciones del Tercer Mundo, poco o nada se hace en la materia que no sea lamentar la fuga de cerebros hacia los grandes centros.” En este aspecto, el Instituto Laredo viene a ser un plantel doblemente excepcional: por la tarea que realiza y porque esta tarea se debe al esfuerzo propio antes que al apoyo del Estado.

¿POR QUÉ SE DA IMPORTANCIA A LA ENSEÑANZA DE LA MÚSICA EN EL INSTITUTO?

Los sonidos que hoy se utilizan en la Música Universal tienen su origen en la Grecia de la Antigüedad. Pitágoras y Aristógenes, por deducciones geométricas y de física intuitiva, fueron descubriendo los sonidos de la escala mayor y la escala menor. Desde entonces la música junto con las matemáticas, el lenguaje, la filosofía (teología) la jurisprudencia fueron las materias básicas de la formación intelectual y espiritual de la juventud estudiosa. En los albores del Renacimiento, ocupó la atención de los sabios y de los ingenieros que fueron perfeccionando e inventando uno a uno los instrumentos musicales y sistemas de notación, instrumentos cuyos mecanismos son de una sutileza y exactitud comparables a las de otro gran legado de la época, que fue el reloj. En los siglos XVIII y XIX, la música y en especial la Ópera, apasionó a los pueblos como hoy el fútbol. En lo que va del siglo XX, la pedagogía musical se ha perfeccionado grandemente y producido textos prácticos y amenos. En Europa, Estados Unidos, Canadá, Japón, Rusia y últimamente China se ha incrementado la enseñanza de la música de tal modo que son excepcionales los planteles educativos que no cuentan con un taller musical, banda militar y orquesta de cuerdas, cuando no su orquesta sinfónica. En los Estados Unidos se cuentan éstas por decenas de miles, la mayor parte de las cuales se encuentran en ciudades de 50.000 habitantes y aun menos.

¿Esto sucede porque la música es un arte que adorna y alegra la vida? ¿Por qué es una costumbre cultural heredada? ¿Un pasatiempo bello e inocente? En parte sí, pero la razón fundamental está en que el ejercicio musical pone en acción simultánea todas las facultades humanas aun más que la ciencia; esto es siempre y cuando sea consciente, intelectual. Si a un niño se le enseña a tocar el piano como a un animalito amaestrado, aprenderá a coordinar el movimiento de las teclas con las notas del método de piano cuyos ejercicios debe repetir maquinalmente, en tanto que su imaginación vaga por los campos de intereses infantiles; el procedimiento da lugar a la pérdida de la capacidad de concentración.

En el Instituto Laredo, el primer año (Cuarto Básico) se dedica a la intelectualización de los sonidos. Primero el niño aprende a leer y escribir la música como cualquier idioma y lo hace canturreando, porque el canto sustituye a la palabra. Cuando las notas escritas se han convertido en imágenes cerebrales (lo que sucede el Segundo Año) recién se inician en la ejecución del instrumento, de los coros y luego de los conjuntos instrumentales. Todo ello da lugar a una serie de operaciones intelectuales, motoras y síquicas sincronizadas en un tiempo preciso; operaciones que en síntesis son:

Percepción óptica;

  1. Imaginación previa de los sonidos que se ejecutarán en cuanto a su altura, intensidad, duración y ritmo;
  2. Interpretación mental del sentido expresivo de las notas;
  3. Reproducción de los sonidos escritos con la voz o el instrumento;
  4. Confrontación de lo mentalizado con lo ejecutado;
  5. Control y tecnificación de los medios de expresión (voz o instrumento: Acción de los centros auditivos de fonación y de los sistemas nervioso y muscular del cuerpo entero;
  6. Control de los reflejos neuro musculares y dominio de los impulsos de relajación;
  7. Coordinación con los sonidos ejecutados por otras voces o instrumentos vecinos;
  8. Comprensión y coordinación con las señalizaciones del Director del Coro o la Orquesta;
  9. Interrelación con el público.

La música nace del silencio y muere en él. Después de producida, no admite correcciones. De ahí que exija su ejercicio la máxima concentración de las capacidades humanas. Ese ejercicio faculta no sólo a hacer música sino otras operaciones de la mente en los campos de la ciencia, la técnica o el arte.

CONCEPTO EQUIVOCADO DE LOS PADRES

Lamentablemente los padres de familia se afanan porque las mujercitas ingresen al Instituto. En cuanto a los varones, piensan que el arte puede desviarlos de carreras liberales más productivas, perjudicando así a niños que mediante el Instituto Laredo podrían desarrollar su talento hacia horizontes diversos. Al estudiante que tiene vocación musical, el Instituto le da una base sólida para esta carrera; al que no la tiene, le servirá también para la conformación de sus métodos de pensamiento fuera de darle la complementación cultural y estética que necesita el hombre para su vida espiritual, para su felicidad.



EDUARDO LAREDO QUIROGA

EDUARDO LAREDO QUIROGA

Alguna gente piensa que el Instituto se llama Jaime Laredo. ¿Por qué Don Franklin escogió el nombre de Eduardo Laredo, el padre de Jaime? Quizás como homenaje al respaldo y el sacrificio extraordinarios de Don Eduardo para conducir la vocación y el talento de su hijo. La presente biografía fue escrita por Don Franklin.

Nació en Cochabamba, Bolivia, el 29 de noviembre de 1905.

Hijo de Luis Laredo y de María Quiroga de Laredo, estudió sólo tres años de instrucción primaria en Bolivia. El 1º y 2º en la Escuela Fiscal “Modelo” y el 6º curso en el Instituto Americano. El resto de sus estudios de primaria los completó en Argentina, Chile y Perú. Su educación secundaria la hizo íntegramente en California, Estados Unidos. Además asistió al Arrillaga Musical Collage donde obtuvo el título de “Asociado en Artes” (A.A.)

Volvió a Bolivia en 1924 y en 1925 regresó nuevamente para continuar sus estudios musicales hasta obtener su título de Bachiller en Artes. En 1929 contrajo matrimonio con doña Elena Unzueta Urquidi. En Bolivia, la Guerra del Chaco cambió el rumbo de su vida aunque él no participó en ella en primera línea por una grave afección cardiaca debida a fiebre reumática en su infancia. Sirvió de enfermero como alumno de Medicina de la Universidad de San Simón y atendió a los heridos evacuados de la guerra en el Hospital Viedma (Sala Militar).

En su matrimonio tuvo tres hijos: Teddy, Marta y Jaime. Al demostrar este último un marcado talento musical, la familia resolvió viajar al exterior para darle una educación apropiada. San Francisco de California fue nuevamente la ciudad seleccionada para ello y por rara casualidad los estudios de piano de Jaime fueron realizados con don Vicente de Arrillaga, el viejo profesor de su padre.

Desde 1948 hasta 1952, Eduardo Laredo trabajó de profesor de música y dibujo en una escuela especializada para niños privilegiados que necesitan apurar sus estudios para dedicarse a la especialidad de su talento. En esta escuela estudió su hijo Jaime y completó toda la primaria –que allí es de ocho años—en cuatro. Es cierto que no aceptan más de seis alumnos en un curso que es atendido por un profesor y dos ayudantes.

Terminado este primer ciclo de Humanidades y Música y luego de debutar su hijo con la Sinfónica de San Francisco, los padres y éste se fueron a Cleveland, Ohio, para que el profesor Josef Gingold lo preparara para el examen de ingreso al Instituto de alto nivel musical “Curtis”, en Filadelfia.

Aceptado allí en 1954, toda la familias se volvió a reunir en Filadelfia, y entonces los dos hijos mayores ya venían a ayudar en la lucha, puesto que habían egresado de profesionales en universidades californianas. Sin embargo, era urgente todavía, dado el alto costo de una educación musical de ese nivel, poner el hombro a los hijos.

Las dificultades de encontrar trabajo pasada cierta edad en los Estados Unidos son tremendas y más si uno no pasa el examen médico. Pero se abrió una oportunidad como secretario, casi traductor, de un grupo de jóvenes médicos sudamericanos que tenían becas en la Universidad de Pensylvania, en Filadelfia, pero no se podían entender con sus secretarios americanos. Desde ese día hasta que Jaime terminó sus estudios en 1959, don Eduardo pudo salvar, en el Hospital de los graduados latinoamericanos, el problema de la Torre de Babel y el suyo propio.

Entonces retornó a su tierra y sólo ha dedicado su tiempo a distraerse con todas sus inquietudes artísticas, hobbies, como él las llama, que le hacen olvidar sus dolencias físicas y lo acercan a sus hijos, quienes le escriben diariamente. “Felizmente ellos viven juntos –dice—pero no me convencen a mí de vivir enjaulado (refiriéndose a New York, la Jaula de Cemento).

En Cochabamba formó un ballet expresionista que tuvo varias actuaciones con éxito entre la gente culta. (Seis recitales desde octubre de 1961 hasta 1963). Presentó exposiciones, también de sus alumnos de pintura expresionista, y colaboró en los Cursillos de la UMSS del año 1963, de artes plásticas.

Ha dado clases particulares de piano encontrando varios niños de talento en nuestro medio. En 1963 enseñó inglés y piano en el Instituto que lleva su nombre. Organizó y dirigió el Coro de la Escuela Normal Teresiana con el que hizo una gira por varias capitales bolivianas en 1968.

Agravada su enfermedad cardiaca por la edad, se limitó a una vida tranquila en Santa Cruz de la Sierra, donde el clima y la altura le fueron favorables. Allí gozó de la permanente brisa, el paisaje del cual hizo algunos apuntes al pastel; la visita anual de uno y otro hijo a quienes escribe a diario.

Todos los que lo conocen allí dicen: “Si no está en la casa está en el correo o leyendo sus cartas en la Plaza”. Sus ex alumnos de la Normal de Cochabamba se reúnen con él para recordar y entonar aquellas canciones que él les había enseñado. Y él siempre les dice: “Mientras hay música, hay vida”.

Jaime Laredo por Don Franklin

Jaime Laredo
por Franklin Anaya Arze

En 1959, don Franklin publicó la Biografía de Jaime Laredo. Lo que sigue es la primera parte. La segunda parte está más abajo: El Concurso de Bruselas.

JAIME LAREDO

Por Franklin Anaya[1]

En acto literario musical del Club de Leones de Cochabamba, Bolivia, del 7 de junio de 1959 en homenaje al violinista Jaime Laredo que acaba de obtener el premio mundial en el Concurso Internacional de Música de Bruselas, Franklin Anaya dio lectura al presente trabajo que el Club se honra en publicar.

Arquitecto y músico a la vez, Anaya es uno de los artistas más valiosos y de formación más completa con que cuenta Bolivia.

I. VIDAS EN TENSIÓN

Una partícula de la verdad es un eslabón de la verdad entera. Cuando en la Navidad de 1946 el niño Jaime Laredo, de cinco años de edad, tocaba en su violín la tradicional canción “Noche de Paz”, los dedos del pequeño artista gateaban aún sobre el mango del violín, pero los sonidos que arrancaba el arco vibraban afinados como una lucecilla del alma que pugna por encenderse y crecer.

Jaime Laredo (nació en Cochabamba, Bolivia, el 7 de junio de 1941), era un músico innato, un predestinado desde las tres sílabas que forman su apellido --La, Re, Do—dibujando una melodía sentimental e interrogante. He ahí la partícula de verdad. Ya en el padre de Jaime, Don Eduardo Laredo, germinaron la música, la pintura y la poesía, llenas de vitalidad. Mas en él estas artes no llegaron a la plenitud de la floración, como no han florecido la mayoría de los artistas de su generación por falta de riego –cosas de la época, de la Guerra del Chaco, de la política.[2] La madre, Doña Elena Unzueta, perteneciente a una familia de poetas y pintores. La cuna de Jaime se meció pues en un hogar tradicionalmente honrado, donde el corazón es sencillo, la mente ágil y las obras de arte las manifestaciones naturales del trabajo. Eduardo era director de la Academia de Música “Man Cesped” de Cochabamba, de la cual es fundador y a la que dedicaba la mayor parte de su tiempo inclusive su propio dinero. Jaime, bien dotado, debió sentirse dueño de aquel ambiente en el cual reconocer un si bemol no era para él más complicado que poner mantequilla sobre el pan, y tocar las lecciones de su primer maestro de violín, Carlos Flamini, un juego habitual.

En un recodo de Cochabamba, donde se cruzan las calles La Paz y Baptista, hay un frondoso árbol que en primavera se viste con bandadas de flores azules y luego las envuelve en la amplia capa de su sombra. Al pie de aquel árbol, un día Eduardo Laredo me confió su decisión: buscaría en Estados Unidos la segunda patria para la educación de sus hijos: Marta, Teddy y Jaime; en especial para la de Jaime cuyos prodigios le obligaban a quemar sus naves. “Casi todo he vendido –me dijo—de cuanto tengo, pero descontando los pasajes y gastos de instalación ya poco quedará para hacer frente a la vida en Estados Unidos que no sea el esfuerzo mío y el de toda mi familia”. Cuando se despidió de mí aquel hombre de estatura mediana, de salud delicada, de sonrisa bondadosa y modales sencillos, cuyo amor paternal tenía por alas la intuición y el desprendimiento, miré el árbol y descubriendo en sus flores azules lamisca sonrisa, me dije: las almas grandes… son las almas grandes. He aquí otro eslabón de la verdad entera.

Eduardo prefirió llevar los problemas en la espalda, que tropezar con ellos, y un día de marzo de 1948 partió de Cochabamba rumbo a Estados Unidos. Allá se estableció en el Oeste, en San Francisco, donde contrató al profesor Antonio de Grassi para que se haga cargo de la educación musical de Jaimito quien de inmediato inició sus estudios en la escuela primaria y continuó los musicales de teoría solfeo y violín; además inició sus estudios de piano. De Grassi inculcó en el niño un principio importante en la vida: de que nada es difícil hacer si las cosas se toman en serio y con calma y dio a Jaime piezas diversas sin compromiso de perfeccionarlas de inmediato a fin de que no quede insatisfecho, entre ellas el “Ave Marìa” DE Gounod y el de Schubert, piezas en las cuales Jaime espontáneamente ensayó el vibrato que es la magia del pulso que transforma el fenómeno físico de la cuerda en poética calidad. De Grassi se manifestó satisfecho con la memoria de Jaimito y se propuso no apresurar al discípulo hasta que su desarrollo físico le permita tocar en un violín de tamaño normal. El maestro sin duda dejó traslucir su satisfacción, pues la señora de De Grassi habría revelado a la hermana del famoso violinista Yehudi Menuhim: “Desde la aparición de Yehudi, este es el primer caso análogo”. Por aquella época, Eduardo escribió a sus amigos: “Vivo abrumado por el peso de mis responsabilidades pero me encuentro feliz del paso que he dado”.

Las dificultades económicas no tardan en presentarse para la familia. Eduardo aprovecha cualquier oportunidad para trabajar ya como pintor de “manchitas”, ya como traductor, ya como profesor de piano o de dibujo; Elena hace costuras para una casa comercial y al mismo tiempo atiende su hogar. Los ingresos provenientes de todas aquellas actividades son insuficientes para educar tres hijos, el menor de los cuales iniciaba una de las carreras más largas, difíciles y costosas. Jaime debía pues conquistar una beca sin otras armas que su esfuerzo y su talento y a tal fin se presenta en 1949 a un concurso convocado por el Pacific Musical Club, concurso en el cual Jaime sobresale, mas de la beca él aprovecha poco tiempo por estar reglamentariamente establecido que el becario debe ser o nacionalizarse norteamericano. Ni la necesidad con su cara de hereje pudo sin embargo convencer a Eduardo de que renuncie a su patria y el incidente marca más bien el momento de una decisión: educarían a Jaime en el recuerdo de la tierra nativa, mantendrían vivos los lazos de sangre y se identificarían con su pueblo para honrarlo y laborar por su progreso. El espíritu del artista debe llevar la marca de las muchedumbres y el de Jaime estaría penetrado especialmente del sentimiento latinoamericano. El respuesta, el hijo se presenta en San Francisco diciendo: “I am Jaime Laredo from Bolivia” y cuida que se lo llame Jaime y no James. He aquí otro eslabón de la verdad.[3]

El mismo año 1949 Jaime da su primer concierto en San Francisco algo atemorizado porque tiene delante a algunos grandes violinistas entre los cuales se halla Blinder, ex primer violín de la Orquesta Sinfónica de aquella ciudad, quien observa que el chico, al ejecutar las variaciones de Correlli, aprovecha un cambio de variaciones para templar una cuerda que tenía algo así como 1/16 de desafinación. El concierto le vale una invitación para tocar en Sacramento el tercer domingo de marzo de 1950, en la temporada de actuaciones en que figuraban violinistas famosos como Mischa Elman y Joseph Sziguetti. Esta invitación le estimula y asusta a la vez, pues no le pasa inadvertida la diferencia que hay entre tocar en locales pequeños y ante pequeños grupos, como ocurrió hasta entonces, y ejecutar en un gran hall con programas de mayor seriedad. Se da cuenta además de la ansiedad que despiertan sus actuaciones y se impone un ritmo esforzado de trabajo. Inicia la serie de conciertos dominicales Mischa Elman, con un fino programa que lo interpreta como el gran maestro de siempre. Le sigue J. Sziguetti. Al fin llega el tercer domingo de marzo en que Jaime se presenta en Sacramento acompañado de sus padres y de la Directora de la escuela primaria. Una multitud se aglomera en la enorme Sala de Conciertos que a los ojos del niño multiplica su ámbito. ¿Cómo puede allí imponerse ante la extraordinaria concurrencia el diminuto violín de aquel niño cochabambino que en su dulce sonrisa muestra la ausencia de sus dientes delanteros? Cerril Osenbaujh describe así en la prensa el concierto de Sacramento: “Tiene Jaime gran presencia escénica, es gracioso, nada nervioso y no se avergonzó de subir a una plataforma especialmente construida para él, de modo que la enorme concurrencia pudiera verlo bien y escuchar la dulzura de su tono delicado y vigoroso como el de un verdadero profesional. Su interpretación está al lado de lo que asombra. Sus pequeños dedos gorditos se mueven como martillos viajeros y su arco sincroniza con toda la magnificencia de un veterano. Le tomó una hora ejecutar sus seis números y sin embargo no hubo una sola falla pese al enorme programa, que no tuvo una hoja de papel para ayudar a su prodigiosa memoria. Jaime nació definitivamente con talento. Nada le falta para ser un gran artista concertista. Tiene todo lo que necesita: buena técnica, excelente salud y grande musicalidad”.

Algunas anécdotas significativas sucedieron al concierto: una culta anciana se hizo conducir hasta donde estaba el niño “para decirle lo feliz que ella se encontraba de vivir hasta sus ochenta años para poder oírlo antes de…” La frase fue ahogada por la emoción. La hermana de Yehudi Menuhim le dijo a Eduardo también en aquella oportunidad: “Lo felicito, pero no lo envidio”… la fama que envidia el público, el sabio compadece porque sabe cuán difícil es remontar la cumbre y cuánto más el mantenerse en ella.

Los éxitos logrados por Jaime dan lugar a que Adolfo Baller, director del “Alma Trio”, músico sabio y acompañante de Menuhim, luego de escuchar y observar a Jaime durante una tarde entera, felicite a Eduardo y le exprese que “raros padres colaboran y dirigen así a sus hijos; los más son causantes de que fracasen los niños prodigio y de que se apaguen por sí, pero no porque son focos de poca duración, sino porque la corriente que los anima es la que desaparece”. Aconsejan que se prescinda de las actuaciones públicas del niño por tres o más años y aprueban en Eduardo su intención de hacer de su hijo un músico antes que un virtuoso instrumentista. En efecto, siendo el objeto del arte expresar lo esencial, hacía falta una sólida cultura general, bases técnicas seguras y un amplio conocimiento de la literatura musical universal.

Sin embargo no podía cumplirse la totalidad de las sabias recomendaciones debido al restringido marco dentro del cual se movía una familia obligada a economizar hasta las estampillas para mantenerse decorosamente. Aún tuvo que aceptar Eduardo otras actuaciones del pequeño, entre ellas el concierto que toca en San Francisco en agosto de 1952 bajo la dirección de Arthur Fiedler, de la Orquesta “Boston Pops”. Desde entonces, el maestro Frank Houser se hizo cargo de la continuación de los estudios del niño.

Un día de noviembre de 1952, Jaime llegó a su casa con las ropas descompuestas y el fuego del triunfo en la mirada, después de un concierto de sonatas que tocara en la Fundación Montalvo, de California, acompañado por el pianista Adolfo Baller. Llegó con una corte de amigos y de artistas para quienes hubo que improvisar una recepción con vajilla, viandas y licores propios, prestados y allegados. En el curso del festejo, Houser, el profesor de Jaime, dijo a Eduardo: “No quiero perjudicar al niño que está listo para llegar a manos de un maestro de más alto vuelo. Creo que en pocos años sabrá de tecnicismo tanto, y tendrá en el Este mayores oportunidades para darse a conocer. Ustedes deben irse cuanto antes. Entre las respuestas a los mejores maestros del Oriente la que más me gusta es la de Joseph Gingold, quien no es un comerciante de talentos”. Luego, dirigiéndose a la concurrencia, hizo conocer la respuesta de Gingold: “Yo no puedo olvidar que cuando era niño, deseaba tener el profesor que no tuve por falta de dinero. Desde entonces llevo en mi corazón el deseo de ayudar a un niño de talento que jamás parezca acompañado de riqueza. Jaime es ese niño y mis honorarios serán para él 000”. A esta noticia siguió un gran silencio donde se sentía “como si unos sabios estuvieran deliberando dentro de sí mismos” y este silencio emocionado era otro eslabón de la verdad entera.

Aquel suceso cerró el primer capítulo que abarca hasta 1954 y que podríamos intitularlo “Vida en el Oeste”, etapa preparatoria cuyos héroes son Eduardo y Elena.

Estamos ahora en el Este de la Unión, donde la educación de Jaime, si bien mucho más costosa, hallaría institutos de fama que serían decisivos para el progreso del niño. La situación económica de la familia Laredo sufre alternativas en medio de las cuales logra siempre equilibrarse en el momento oportuno, ya sea porque la familia recibe el importe de la venta de los últimos bienes que le quedan en Bolivia, ya porque el Gobierno nacional nombra a Eduardo Cónsul ad honorem con gastos de representación durante dos años; ya porque la Fundación Patiño le concede un préstamo de $us. 2.000 o porque Marta y Teddy concluyen sus estudios profesionales y se habilitan presto para el trabajo o porque Eduardo obtiene empleo en un hospital.

Entretanto, Jaime asiste a las clases de su nuevo maestro Gingold, en el Music School, de Cleveland. Su escuela se encuentra en el Campus de la Universidad, rodeada de jardines, y tiene un hermoso hall de conciertos donde se presentan actuaciones de alta categoría. Gingold –que al decir de Houser “es un hombre de corazón tan grande como su talento”—desde un principio trató al muchacho como si fuera su propio hijo. “Jamás he conocido –dice a la tercera clase—un alumno que haga estos progresos. Al paso que van las cosas, los planes tienen que cambiar y propongo que se envíe a Jaime al curso de verano del maestro Ivan Galamian, a quien considero el más grande del mundo. Luego que el maestro armenio-ruso conozca a Jaime podríamos solicitar una beca para el Curtis Institute Music de Philadelphia”.

Gingold da a Jaime por tareas ejecutar un estudio sobre cuyo tema debía inventar variaciones; luego tocar escalas en armónicas y arpegios en cuerdas abiertas, a fin de dominar el instrumento sin duda alguna, y para que “sus dedos gorditos se muevan como martillos viajeros”. Además, le trasmite una serie de nuevos recursos técnicos y musicales y a poco él mismo lo presenta al coloso Mischa Elman. Éste acepta la entrevista haciendo la salvedad de que “si el chico no era lo que Gingold creía no lo dejaría terminar su primera pieza”. Elman no gusta de escuchar a estudiantes y su crítica suele ser áspera. “Tocar ante él –previene Gingold—es más importante que tocar diez conciertos ante grandes públicos”.

Llegada la hora de la prueba, Gingold se siente nervioso. Deja solos a Elman y Jaime durante interminables minutos… Por fin escucha las exclamaciones de aplauso del gran artífice del violín y, lanzando un suspiro de alivio, ingresa en la sala donde Elman le espera con estas palabras: “No deje que nadie le haga cambio alguno. Su técnica del arco, su posición, su mano izquierda y todo, es perfecto”. Luego de escucharle varios estudios y un concierto, se refiere al fraseo, calidad, tono, interpretación y sensibilidad del violinista precoz y Elman dice estar ante “un muchacho que tiene todo lo que necesita para ser un verdadero intérprete y a quien sólo falta tiempo para madurar”. “Ahora no vale la pena cosechar más aplausos –escribe Eduardo a sus amigos—a riesgo de que los calzones del mocoso queden cortos toda la vida”.

Ayudado por los artistas de Cleveland, que le pagan la matrícula, Jaime llega a Meadow Mount, de Nueva York, donde se encuentra el campo de verano de Galamian.

Se trata de un centro en el cual perfeccionan su arte o revisan su técnica artistas de alto nivel. Allá estudia Jaime junto a violinistas venidos de los cuatro puntos cardinales, entre ellos, Vera Graf, de Argentina y Sara Silverstein, de Chile. Allí tiene también la oportunidad de conocer instrumentos de legendaria calidad como son los Stradivarius, Guarnerius, Amatis, Gadaminus y Ganglianos. Concluido el curso de verano, pasa a Philadelphia donde, patrocinado por Gingold, por Jorge Zsell, Director de la Orquesta de Cleveland, por Mischa Elman y por la famosa violinista austriaca Erika Moroni, Jaime obtiene al fin una beca segura hasta la finalización de sus estudios. Se trata de una beca concedida por uno de los centros más afamados del mundo, como es el Instituto Curtis, de Philadelphia, que dirige el gran maestro Efrem Zimbalist. En este Instituto, Jaime trabaja doce horas diarias en las agotadoras tareas que forman al artista. “No obstante que dormimos bajo el mismo techo –cuenta Eduardo—y cenamos en la misma mesa, apenas puedo hablar con Jaime los domingos sobre los asuntos importantes”; y como si esto fuera poco, aprovechando de sus vacaciones, Jaime retorna una y otra vez al campo de verano de Galamian. En noviembre de 1955 toca en Washington su concierto de la Unión panamericana, que es favorablemente comentado por las revistas Time y Life, por los principales diarios de Estados Unidos y noticiaros cinematográficos, todos los cuales dan profusa difusión al acontecimiento. La Nacional Bradcasting Corporation le ofrece un contrato para tocar en televisión y Conciertos Daniel lo compromete para una gira por Sudamérica, que Jaime la realiza en 1956 exclusivamente con el deseo de pasar por su patria y recordar en ella la alborada de su vida, de contemplar su paisaje, de sentir de cerca de su pueblo. Y su pueblo, conmovido por la modestia y el generoso corazón del muchacho que sonríe con la misma sonrisa de las flores azules, lo recibe con más cariño que misma admiración. Pero no ha sonado aún la hora del recreo y Jaime, luego de concluir sus estudios de Humanidades, vuelve al Curtis hasta 1958, año en el cual se gradúa y empieza a ejercer el cargo de profesor ayudante en el mismo Instituto. [4]



[1] Texto corregido por el autor para la segunda edición.

[2] Eduardo Laredo realizó sus estudios de secundaria y de música en California, Estados Unidos, donde se graduó en 1928 como Bachiller en Artes. Más tarde –1948 a 1952—fue profesor de música y dibujo en una escuela de dicho país para niños privilegiados que necesitan apurar sus estudios de Humanidades para dedicarse a la especialidad de su talento.

[3] Jaime fue en cambio favorecido con la Beca Luzmila Patiño, consistente en $us. 2.000. La beca tuvo origen en una actuación de la Academia de Música “Man Césped” de Cochabamba, Bolivia, en honor de aquella dama, quien, en retribución al homenaje instituyó esa beca que, a gestión realizada por el entonces Director de la Academia, don Armando Palmero, fue otorgada a Jaime Laredo. La Municipalidad de Cochabamba también le remitió fondos.

[4] En los conciertos que dio en Bolivia, Jaime Laredo fue acompañado por el pianista Anton Kuerti, de 22 años. Éste ganó en 1957 el Premio Leventrit, que lo habilitó para tocar con las principales orquestas sinfónicas de Estados Unidos. Pianista de vigoroso temperamento y de ideas originales. A Jaime Laredo lo escuché acompañado al piano por dos grandes pianistas: Kuerti y Sokoloff, en septiembre de 1956 y noviembre de 1958, respectivamente. Kuerti despierta más admiración como solista; en cambio el profesor Sokoloff es un fino acompañante. En ambas oportunidades pude observar que Jaime, no obstante de tener a su cargo el papel engalanado de virtuosísimo, parecía realizar menos esfuerzo que el acompañante.

Jaime Laredo: Discografía

Jaime Laredo:
Discografía

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recordings - Sony Classical

  • Bach Sonatas for Violin and Keyboard with Glenn Gould
  • Beethoven "Triple" Concerto with Rudolf Serkin & Leslie Parnas
  • Three Brahms piano quartets with Isaac Stern, Yo-Yo Ma, and Emanuel Ax won the 1991 Grammy for Best Chamber Music Recording
  • Mozart Sinfonia Concertante and Concertone with Cho-Liang Lin and the English Chamber Orchestra
  • two Brahms string sextets with Isaac Stern, Cho-Liang Lin, Michael Tree, Yo-YoMa and Sharon Robinson
  • 1992 release of the Faure Piano Quartets with Ax-Stern-Laredo-Ma received a Grammy nomination for Best Chamber Music Recording
  • 1994 piano quartets of Schumann and Beethoven with Isaac Stern, Yo-Yo Ma and Emanuel Ax
  • Boccherini String Quartet in E Major, Op. 13, No. 5, with Isaac Stern, Cho-Liang Lin, Yo-Yo Ma and Sharon Robinson, plus Mozart Piano Quartets with Isaac Stern, Yo-Yo Ma and Emanuel Ax

Mr and Mrs Laredo divide their time between their homes in Vermont and New York City. They are members of Performing Artists for Nuclear Disarmament and Musicians Against Nuclear Arms.