Acerca de la FELICIDAD
Este capítulo inolvidable forma parte de un libro inédito que Don Franklin proyectó sobre su experiencia pedagógica. Muestra la profundidad de sus ideas filosóficas.
¿Hay algo más importante que la felicidad? ¡Es la gloria? ¿La riqueza? ¿El poder? ¿La sabiduría? ¡No! Nada de eso. El historiador Will Durant relata que “buscó la dicha en el conocimiento y sólo halló la desilusión; la buscó en los viajes y encontró el hastío; en la riqueza, y halló preocupación y discordia; cuando buscó la felicidad en su oficio de escritor, descubrió el cansancio”. Un día vio a una mujer con un niño dormido en brazos; un hombre se aproximó y besó dulcemente a la madre y luego a la criatura. Cuando al familia se alejó, Durant comprendió que “la verdadera esencia de la felicidad reside en toda función normal de la vida”.
- ¿Puede ser feliz el pobre? Si es mísero, no, aunque se cuente que el hombre feliz no tenía camisa.
- ¿Puede serlo el ignorante? Si ello imorta su inadaptación al medio económico-social, tampoco.
- ¿Qué se necesita, pues, para ser feliz en la vida?
Nos referimos, por supuesto, a una felicidad más o menos estable o más o menos duradera, pues la felicidad absoluta está reñida con la condición humana. En efecto, el instinto de conservación mueve al hombre en dos direcciones: una egocéntrica, captaticia; la otra, centrífuga, sacrificial, de perduración. La primera propende al mantenimiento somático o formal del hombre en el espacio; su objeto es el alimento, su función, captarlo, gustarlo y digerirlo; su órgano funcional, el aparato digestivo. La línea centrífuga del instinto de conservación, que propende al mantenimiento del hombre en el tiempo, se inserta en las gónadas germinales; su órgano funcional es el sexo y su misión, el amor en todos los matices de su gama expresiva y creadora. Ambos sentidos del instinto de conservación determinan dos direcciones opuestas de la conducta: la de thanatos contra Eros, cuya rivalidad es la causa de la congoja y disconformidad del hombre por su propia suerte. Thanatos, dios sádico de la mitología griega, no concibe la existencia de otro ser con derechos a un mismo objeto de hambre y amor; Eros, vive en afán permanente de afirmarse en el tiempo mediante su potencia creadora y amorosa. Así el hombre, Sancho y Quijote a la vez, en lucha de sus instintos y en conflicto dentro de sí mismo, nunca hallará la conformidad que conduce a la paz y la felicidad absolutas.
Pero volvamos a la felicidad relativa y necesaria de la vida.
El escritor americano John Calwood dice: “Los niños rara vez son dichosos; tienen arranques de alegría, pero su impotencia en un mundo de limitaciones hecho por los mayores, los mantiene en un estado cercano al desaliento. Hasta que se estabilice su personalidad (proceso que por lo común termina después de los 35 años) es muy probable que el ser humano se sienta acosado por dudas respecto a sí mismo y descorazonado por su íntima confusión”… “La felicidad llega cuando la personalidad ha acumulado experiencia suficiente para formular juicios sensatos, vitalidad para amar, algo de lucidez y valor y una considerable capacidad autocrítica”.
O sea que, como dice Erich Fromm, “la felicidad no es un don de los dioses”. Todos nacemos con el cerebro en blanco, virgen: nadie nace inteligente ni feliz. Ambas cualidades el hombre y su medio han de formarlas. Así pues, la conquista de la felicidad es un arte y como todo arte tiene sus reglas y exige algo de inspiración y mucha transpiración. Un psicólogo famoso, William Mc Dougall prescribe que “cuanto más rica, más desarrollada y más armónica sea la personalidad del individuo, tanto mayor será su capacidad para gozar de una dicha continua a pesar de las penalidades que le sobrevengan”. ¿Pero, cuáles las reglas para abrazar la felicidad?
Por lo expuesto, es indudable que una educación integral: una cultura general, es fuente de los placeres de la mente porque permite descubrir el contenido de las cosas, la belleza, el carácter de la naturaleza, el sentido de la Historia y el significado del pensamiento humano. En síntesis, comprenderse y ubicarse dentro del propio paisaje de la vida. El hombre culto, y aun más, el sabio, hallan la felicidad con cosas pequeñas; en cambio, al necio nada satisface. Einstein hacía las tareas escolares de matemáticas para un niño vecino suyo a cambio de bombones, hasta que el contrato fue roto debido a las malas notas que sacó el muchacho. La felicidad del sabio no tuvo límites.
Serán indispensables sentimientos cristianos para comprender, ayudar y hacerse amar con el prójimo y en especial con los miembros de la familia. Después de todo, las cosas más sencillas y humildes del diario vivir son la base de la felicidad.
Bethoveen situaba a la bondad en la cúspide de las cualidades humanas. Por cierto que, sin un caudal de ella, es imposible la felicidad, pues el que no es bondadoso con los demás, tampoco lo es consigo mismo. El arquitecto francés Le Corbusier dice: “La utilidad consiste en llevar la felicidad como recompensa del esfuerzo. La felicidad es un sentimiento nacido de la certidumbre de que el esfuerzo empeñado por cada uno, en forma de participación, se ajusta al esfuerzo de otros”. Quizá por ello, la orquesta es un caso de éxtasis de la felicidad.
La voluntad y alegría para el trabajo son ingredientes fundamentales para la dicha. El inefable Bernard Shaw dice que “hay que ser una fuerza de la naturaleza, en vez de un montoncito de achaques y motivos de queja”.
Sí. Una fuerza de la naturaleza, un espíritu en marcha capaz de construir con paciente trabajo ese palacio encantado que se llama la felicidad.
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