Conservar mi espacio fuera de la realidad
por Patricia Améstegui
En medio de mi jornada laboral compartí mi dicha con una compañera de trabajo y le dije: "mira, así me crié yo".
El Laredo realmente fue mi casa, donde vivía, comía –literalmente- y me alimentaba de un sinfín de experiencias.
Leí en ese discurso algo que me pasó y que aún dejo que me pase de forma consciente y totalmente voluntaria: conservar mi espacio fuera de la realidad.
Es verdad. O al menos es mi verdad. El colegio, mi curso, creó en mí un espacio íntimo, puro, utópico y seguro, donde casi todo era perfecto ante mis ojos de niña: había crecido en lo que sarcásticamente aún llamamos los de mi curso una burbujita de cristal.
El año pasado celebramos felices nuestros diez años de bachilleres. Fueron y vinieron correos emotivos, circularon fotos del recuerdo, nos llamamos "hermanos" y por más o menos un mes nuestros corazones albergaron la ilusión del reencuentro general, porque mal que mal siempre nos hemos tenido en contacto.
Al ver hacia atrás, sí fue extraño enfrentarme al "mundo exterior": En mi primer año de universidad extrañaba irme al fondo del curso y poder tocar un piano, mis compañeros me miraban contrariados cuando me sentaba alegremente en el piso si estaba cansada (jeje, como en el mástil del cole)… o peor aún, no podían comprender qué hacia estudiando ingeniería alguien salido del Laredo (¿no ve que sólo sabíamos música y nada mas?). Recuerdo que ese primer año fuera del nido, iba a mi amado colegio a caminar por la canchita de tierra o por los pasillos con un total sentimiento de añoranza del tiempo mágico de mi niñez que veía irse irreparablemente.
Pero no me fue mal. De hecho, de alguna forma tenía más disciplina en estudios que los que habían salido de colegios renombrados. Acostumbrada a pasar mañana-tarde-y-noche clases y a crear tiempo para otras actividades. Mi horario se veía incluso más cómodo… Ojo, no sabía más que ellos –claro que me costó aprobar cálculo y demás materias que nunca había visto- pero podía igualarme sin ninguna desventaja, como todos supusieron al principio.
Ahora, relativamente adulta, puedo afirmar que mi educación en el cole me hizo como soy. En otros lados podría haber sido mejor o peor. Posiblemente no mejor.
Y todo se debe a Don Franklin, al arquitecto de nuestras vidas.
Acabo de recordar algo que nos pasó como promoción. Un día, cuando estábamos en tercero medio, entró nuestro director Don Franklin al curso y nos empezó a contar, como siempre, un cuento. Nos contó que una vez había un curso muy difícil en el cole y que, ni modo, ese año no hubo promoción… Claro que nos quedamos entre asustados y asombrados: ¡nos había dicho que si seguíamos así, no íbamos a salir bachilleres del cole! La siguiente semana le tocó el turno a la subdirectora de humanidades; Ana María Camacho entró al curso y primero nos riñó por ser un curso rebelde y complicado… y terminó el discurso con un "no sé cómo le hacen, pero tienen el mejor promedio del colegio"… jaja… Los rebeldes y complicados después de todo éramos más complicados de lo que esperaban. Así que no cambiamos en nada. Seguimos siendo lo que éramos. Don Franklin no volvió a darnos un discurso como el de ese día. Sin embargo, ya en cuarto medio, en el típico almuerzo que daba
Ayer, en medio de las palabras y mis pensamientos, me cuestioné si estaba cumpliendo la misión que mi forjador me había encomendado… Sí, estoy poniendo mi granito de arena… Y aún tengo mucho más por hacer.
Patricia Améstegui U.
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