jueves, 15 de mayo de 2008

Conservar mi espacio fuera de la realidad

Conservar mi espacio fuera de la realidad

por Patricia Améstegui

Ayer leí en el blog el discurso que dio Don Franklin para los 25 años de mi cole (sí, mi cole, así con todo el orgullo que puede entrar en las palabras…) y se me salieron las lágrimas…

En medio de mi jornada laboral compartí mi dicha con una compañera de trabajo y le dije: "mira, así me crié yo".

El Laredo realmente fue mi casa, donde vivía, comía –literalmente- y me alimentaba de un sinfín de experiencias.

Leí en ese discurso algo que me pasó y que aún dejo que me pase de forma consciente y totalmente voluntaria: conservar mi espacio fuera de la realidad.

Es verdad. O al menos es mi verdad. El colegio, mi curso, creó en mí un espacio íntimo, puro, utópico y seguro, donde casi todo era perfecto ante mis ojos de niña: había crecido en lo que sarcásticamente aún llamamos los de mi curso una burbujita de cristal.

El año pasado celebramos felices nuestros diez años de bachilleres. Fueron y vinieron correos emotivos, circularon fotos del recuerdo, nos llamamos "hermanos" y por más o menos un mes nuestros corazones albergaron la ilusión del reencuentro general, porque mal que mal siempre nos hemos tenido en contacto.

El día de nuestro encuentro, con más vida vivida y más arrugas, noté que mi burbujita se había mantenido. Los recuerdos estaban casi intactos, bueno, favorecidos por la gracia del velo de lo querido.

Al ver hacia atrás, sí fue extraño enfrentarme al "mundo exterior": En mi primer año de universidad extrañaba irme al fondo del curso y poder tocar un piano, mis compañeros me miraban contrariados cuando me sentaba alegremente en el piso si estaba cansada (jeje, como en el mástil del cole)… o peor aún, no podían comprender qué hacia estudiando ingeniería alguien salido del Laredo (¿no ve que sólo sabíamos música y nada mas?). Recuerdo que ese primer año fuera del nido, iba a mi amado colegio a caminar por la canchita de tierra o por los pasillos con un total sentimiento de añoranza del tiempo mágico de mi niñez que veía irse irreparablemente.

Pero no me fue mal. De hecho, de alguna forma tenía más disciplina en estudios que los que habían salido de colegios renombrados. Acostumbrada a pasar mañana-tarde-y-noche clases y a crear tiempo para otras actividades. Mi horario se veía incluso más cómodo… Ojo, no sabía más que ellos –claro que me costó aprobar cálculo y demás materias que nunca había visto- pero podía igualarme sin ninguna desventaja, como todos supusieron al principio.

Y esto es lo bello. No me fue mal ni le fue mal a ninguno de nosotros. Soy la orgullosa compañera de curso de brillantes profesionales técnic@s y licenciad@s en varias especialidades.

Académicamente, hay grados de maestría y todo. Personalmente, es un hermoso grupo humano listo para una charla crítica de política, economía o arte o tan simple como para compartir nuestro tiempo con una taza de té o de lo que sea… de lo que sea…

Ahora, relativamente adulta, puedo afirmar que mi educación en el cole me hizo como soy. En otros lados podría haber sido mejor o peor. Posiblemente no mejor.

Me dio la capacidad de discernir mis actividades, de tener un criterio más amplio, de no escapar frente a las oportunidades, de querer seguir creciendo, de hacer mil cosas a la vez, de ser exagerada y sensible…jeje… También de saber que existen personas buenas y malas y poder confiar, pese a todo lo vivido, ya que mi "burbujita" me enseñó que siempre hay posibilidad de tener un mundo bello creado a través de mí.

Y todo se debe a Don Franklin, al arquitecto de nuestras vidas.

Acabo de recordar algo que nos pasó como promoción. Un día, cuando estábamos en tercero medio, entró nuestro director Don Franklin al curso y nos empezó a contar, como siempre, un cuento. Nos contó que una vez había un curso muy difícil en el cole y que, ni modo, ese año no hubo promoción… Claro que nos quedamos entre asustados y asombrados: ¡nos había dicho que si seguíamos así, no íbamos a salir bachilleres del cole! La siguiente semana le tocó el turno a la subdirectora de humanidades; Ana María Camacho entró al curso y primero nos riñó por ser un curso rebelde y complicado… y terminó el discurso con un "no sé cómo le hacen, pero tienen el mejor promedio del colegio"… jaja… Los rebeldes y complicados después de todo éramos más complicados de lo que esperaban. Así que no cambiamos en nada. Seguimos siendo lo que éramos. Don Franklin no volvió a darnos un discurso como el de ese día. Sin embargo, ya en cuarto medio, en el típico almuerzo que daba la Dirección a la promoción, Don Franklin se emocionó al darnos las palabras de despedida, nos encomendó mejorar la sociedad, nos recordó quienes éramos y, lo más lindo, no nos deseó éxito porque nos aseguró que él sabía que lo íbamos a tener…

Don Franklin no vio en nosotros un curso académicamente apto, ni una masa de chiquitos "malcriados". Vio a los líderes que había forjado a través de su Instituto, a sus "agentes de cambio" (término muy de moda) para una mejor sociedad; vio a los niños que se habían formado sobre sus tres pilares: Creatividad, Libertad y Felicidad.

Ayer, en medio de las palabras y mis pensamientos, me cuestioné si estaba cumpliendo la misión que mi forjador me había encomendado… Sí, estoy poniendo mi granito de arena… Y aún tengo mucho más por hacer.

Patricia Améstegui U., Promo '97

patiaurriolagoitia@gmail.com


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