lunes, 12 de mayo de 2008

Jaime Laredo por Don Franklin

Jaime Laredo
por Franklin Anaya Arze

En 1959, don Franklin publicó la Biografía de Jaime Laredo. Lo que sigue es la primera parte. La segunda parte está más abajo: El Concurso de Bruselas.

JAIME LAREDO

Por Franklin Anaya[1]

En acto literario musical del Club de Leones de Cochabamba, Bolivia, del 7 de junio de 1959 en homenaje al violinista Jaime Laredo que acaba de obtener el premio mundial en el Concurso Internacional de Música de Bruselas, Franklin Anaya dio lectura al presente trabajo que el Club se honra en publicar.

Arquitecto y músico a la vez, Anaya es uno de los artistas más valiosos y de formación más completa con que cuenta Bolivia.

I. VIDAS EN TENSIÓN

Una partícula de la verdad es un eslabón de la verdad entera. Cuando en la Navidad de 1946 el niño Jaime Laredo, de cinco años de edad, tocaba en su violín la tradicional canción “Noche de Paz”, los dedos del pequeño artista gateaban aún sobre el mango del violín, pero los sonidos que arrancaba el arco vibraban afinados como una lucecilla del alma que pugna por encenderse y crecer.

Jaime Laredo (nació en Cochabamba, Bolivia, el 7 de junio de 1941), era un músico innato, un predestinado desde las tres sílabas que forman su apellido --La, Re, Do—dibujando una melodía sentimental e interrogante. He ahí la partícula de verdad. Ya en el padre de Jaime, Don Eduardo Laredo, germinaron la música, la pintura y la poesía, llenas de vitalidad. Mas en él estas artes no llegaron a la plenitud de la floración, como no han florecido la mayoría de los artistas de su generación por falta de riego –cosas de la época, de la Guerra del Chaco, de la política.[2] La madre, Doña Elena Unzueta, perteneciente a una familia de poetas y pintores. La cuna de Jaime se meció pues en un hogar tradicionalmente honrado, donde el corazón es sencillo, la mente ágil y las obras de arte las manifestaciones naturales del trabajo. Eduardo era director de la Academia de Música “Man Cesped” de Cochabamba, de la cual es fundador y a la que dedicaba la mayor parte de su tiempo inclusive su propio dinero. Jaime, bien dotado, debió sentirse dueño de aquel ambiente en el cual reconocer un si bemol no era para él más complicado que poner mantequilla sobre el pan, y tocar las lecciones de su primer maestro de violín, Carlos Flamini, un juego habitual.

En un recodo de Cochabamba, donde se cruzan las calles La Paz y Baptista, hay un frondoso árbol que en primavera se viste con bandadas de flores azules y luego las envuelve en la amplia capa de su sombra. Al pie de aquel árbol, un día Eduardo Laredo me confió su decisión: buscaría en Estados Unidos la segunda patria para la educación de sus hijos: Marta, Teddy y Jaime; en especial para la de Jaime cuyos prodigios le obligaban a quemar sus naves. “Casi todo he vendido –me dijo—de cuanto tengo, pero descontando los pasajes y gastos de instalación ya poco quedará para hacer frente a la vida en Estados Unidos que no sea el esfuerzo mío y el de toda mi familia”. Cuando se despidió de mí aquel hombre de estatura mediana, de salud delicada, de sonrisa bondadosa y modales sencillos, cuyo amor paternal tenía por alas la intuición y el desprendimiento, miré el árbol y descubriendo en sus flores azules lamisca sonrisa, me dije: las almas grandes… son las almas grandes. He aquí otro eslabón de la verdad entera.

Eduardo prefirió llevar los problemas en la espalda, que tropezar con ellos, y un día de marzo de 1948 partió de Cochabamba rumbo a Estados Unidos. Allá se estableció en el Oeste, en San Francisco, donde contrató al profesor Antonio de Grassi para que se haga cargo de la educación musical de Jaimito quien de inmediato inició sus estudios en la escuela primaria y continuó los musicales de teoría solfeo y violín; además inició sus estudios de piano. De Grassi inculcó en el niño un principio importante en la vida: de que nada es difícil hacer si las cosas se toman en serio y con calma y dio a Jaime piezas diversas sin compromiso de perfeccionarlas de inmediato a fin de que no quede insatisfecho, entre ellas el “Ave Marìa” DE Gounod y el de Schubert, piezas en las cuales Jaime espontáneamente ensayó el vibrato que es la magia del pulso que transforma el fenómeno físico de la cuerda en poética calidad. De Grassi se manifestó satisfecho con la memoria de Jaimito y se propuso no apresurar al discípulo hasta que su desarrollo físico le permita tocar en un violín de tamaño normal. El maestro sin duda dejó traslucir su satisfacción, pues la señora de De Grassi habría revelado a la hermana del famoso violinista Yehudi Menuhim: “Desde la aparición de Yehudi, este es el primer caso análogo”. Por aquella época, Eduardo escribió a sus amigos: “Vivo abrumado por el peso de mis responsabilidades pero me encuentro feliz del paso que he dado”.

Las dificultades económicas no tardan en presentarse para la familia. Eduardo aprovecha cualquier oportunidad para trabajar ya como pintor de “manchitas”, ya como traductor, ya como profesor de piano o de dibujo; Elena hace costuras para una casa comercial y al mismo tiempo atiende su hogar. Los ingresos provenientes de todas aquellas actividades son insuficientes para educar tres hijos, el menor de los cuales iniciaba una de las carreras más largas, difíciles y costosas. Jaime debía pues conquistar una beca sin otras armas que su esfuerzo y su talento y a tal fin se presenta en 1949 a un concurso convocado por el Pacific Musical Club, concurso en el cual Jaime sobresale, mas de la beca él aprovecha poco tiempo por estar reglamentariamente establecido que el becario debe ser o nacionalizarse norteamericano. Ni la necesidad con su cara de hereje pudo sin embargo convencer a Eduardo de que renuncie a su patria y el incidente marca más bien el momento de una decisión: educarían a Jaime en el recuerdo de la tierra nativa, mantendrían vivos los lazos de sangre y se identificarían con su pueblo para honrarlo y laborar por su progreso. El espíritu del artista debe llevar la marca de las muchedumbres y el de Jaime estaría penetrado especialmente del sentimiento latinoamericano. El respuesta, el hijo se presenta en San Francisco diciendo: “I am Jaime Laredo from Bolivia” y cuida que se lo llame Jaime y no James. He aquí otro eslabón de la verdad.[3]

El mismo año 1949 Jaime da su primer concierto en San Francisco algo atemorizado porque tiene delante a algunos grandes violinistas entre los cuales se halla Blinder, ex primer violín de la Orquesta Sinfónica de aquella ciudad, quien observa que el chico, al ejecutar las variaciones de Correlli, aprovecha un cambio de variaciones para templar una cuerda que tenía algo así como 1/16 de desafinación. El concierto le vale una invitación para tocar en Sacramento el tercer domingo de marzo de 1950, en la temporada de actuaciones en que figuraban violinistas famosos como Mischa Elman y Joseph Sziguetti. Esta invitación le estimula y asusta a la vez, pues no le pasa inadvertida la diferencia que hay entre tocar en locales pequeños y ante pequeños grupos, como ocurrió hasta entonces, y ejecutar en un gran hall con programas de mayor seriedad. Se da cuenta además de la ansiedad que despiertan sus actuaciones y se impone un ritmo esforzado de trabajo. Inicia la serie de conciertos dominicales Mischa Elman, con un fino programa que lo interpreta como el gran maestro de siempre. Le sigue J. Sziguetti. Al fin llega el tercer domingo de marzo en que Jaime se presenta en Sacramento acompañado de sus padres y de la Directora de la escuela primaria. Una multitud se aglomera en la enorme Sala de Conciertos que a los ojos del niño multiplica su ámbito. ¿Cómo puede allí imponerse ante la extraordinaria concurrencia el diminuto violín de aquel niño cochabambino que en su dulce sonrisa muestra la ausencia de sus dientes delanteros? Cerril Osenbaujh describe así en la prensa el concierto de Sacramento: “Tiene Jaime gran presencia escénica, es gracioso, nada nervioso y no se avergonzó de subir a una plataforma especialmente construida para él, de modo que la enorme concurrencia pudiera verlo bien y escuchar la dulzura de su tono delicado y vigoroso como el de un verdadero profesional. Su interpretación está al lado de lo que asombra. Sus pequeños dedos gorditos se mueven como martillos viajeros y su arco sincroniza con toda la magnificencia de un veterano. Le tomó una hora ejecutar sus seis números y sin embargo no hubo una sola falla pese al enorme programa, que no tuvo una hoja de papel para ayudar a su prodigiosa memoria. Jaime nació definitivamente con talento. Nada le falta para ser un gran artista concertista. Tiene todo lo que necesita: buena técnica, excelente salud y grande musicalidad”.

Algunas anécdotas significativas sucedieron al concierto: una culta anciana se hizo conducir hasta donde estaba el niño “para decirle lo feliz que ella se encontraba de vivir hasta sus ochenta años para poder oírlo antes de…” La frase fue ahogada por la emoción. La hermana de Yehudi Menuhim le dijo a Eduardo también en aquella oportunidad: “Lo felicito, pero no lo envidio”… la fama que envidia el público, el sabio compadece porque sabe cuán difícil es remontar la cumbre y cuánto más el mantenerse en ella.

Los éxitos logrados por Jaime dan lugar a que Adolfo Baller, director del “Alma Trio”, músico sabio y acompañante de Menuhim, luego de escuchar y observar a Jaime durante una tarde entera, felicite a Eduardo y le exprese que “raros padres colaboran y dirigen así a sus hijos; los más son causantes de que fracasen los niños prodigio y de que se apaguen por sí, pero no porque son focos de poca duración, sino porque la corriente que los anima es la que desaparece”. Aconsejan que se prescinda de las actuaciones públicas del niño por tres o más años y aprueban en Eduardo su intención de hacer de su hijo un músico antes que un virtuoso instrumentista. En efecto, siendo el objeto del arte expresar lo esencial, hacía falta una sólida cultura general, bases técnicas seguras y un amplio conocimiento de la literatura musical universal.

Sin embargo no podía cumplirse la totalidad de las sabias recomendaciones debido al restringido marco dentro del cual se movía una familia obligada a economizar hasta las estampillas para mantenerse decorosamente. Aún tuvo que aceptar Eduardo otras actuaciones del pequeño, entre ellas el concierto que toca en San Francisco en agosto de 1952 bajo la dirección de Arthur Fiedler, de la Orquesta “Boston Pops”. Desde entonces, el maestro Frank Houser se hizo cargo de la continuación de los estudios del niño.

Un día de noviembre de 1952, Jaime llegó a su casa con las ropas descompuestas y el fuego del triunfo en la mirada, después de un concierto de sonatas que tocara en la Fundación Montalvo, de California, acompañado por el pianista Adolfo Baller. Llegó con una corte de amigos y de artistas para quienes hubo que improvisar una recepción con vajilla, viandas y licores propios, prestados y allegados. En el curso del festejo, Houser, el profesor de Jaime, dijo a Eduardo: “No quiero perjudicar al niño que está listo para llegar a manos de un maestro de más alto vuelo. Creo que en pocos años sabrá de tecnicismo tanto, y tendrá en el Este mayores oportunidades para darse a conocer. Ustedes deben irse cuanto antes. Entre las respuestas a los mejores maestros del Oriente la que más me gusta es la de Joseph Gingold, quien no es un comerciante de talentos”. Luego, dirigiéndose a la concurrencia, hizo conocer la respuesta de Gingold: “Yo no puedo olvidar que cuando era niño, deseaba tener el profesor que no tuve por falta de dinero. Desde entonces llevo en mi corazón el deseo de ayudar a un niño de talento que jamás parezca acompañado de riqueza. Jaime es ese niño y mis honorarios serán para él 000”. A esta noticia siguió un gran silencio donde se sentía “como si unos sabios estuvieran deliberando dentro de sí mismos” y este silencio emocionado era otro eslabón de la verdad entera.

Aquel suceso cerró el primer capítulo que abarca hasta 1954 y que podríamos intitularlo “Vida en el Oeste”, etapa preparatoria cuyos héroes son Eduardo y Elena.

Estamos ahora en el Este de la Unión, donde la educación de Jaime, si bien mucho más costosa, hallaría institutos de fama que serían decisivos para el progreso del niño. La situación económica de la familia Laredo sufre alternativas en medio de las cuales logra siempre equilibrarse en el momento oportuno, ya sea porque la familia recibe el importe de la venta de los últimos bienes que le quedan en Bolivia, ya porque el Gobierno nacional nombra a Eduardo Cónsul ad honorem con gastos de representación durante dos años; ya porque la Fundación Patiño le concede un préstamo de $us. 2.000 o porque Marta y Teddy concluyen sus estudios profesionales y se habilitan presto para el trabajo o porque Eduardo obtiene empleo en un hospital.

Entretanto, Jaime asiste a las clases de su nuevo maestro Gingold, en el Music School, de Cleveland. Su escuela se encuentra en el Campus de la Universidad, rodeada de jardines, y tiene un hermoso hall de conciertos donde se presentan actuaciones de alta categoría. Gingold –que al decir de Houser “es un hombre de corazón tan grande como su talento”—desde un principio trató al muchacho como si fuera su propio hijo. “Jamás he conocido –dice a la tercera clase—un alumno que haga estos progresos. Al paso que van las cosas, los planes tienen que cambiar y propongo que se envíe a Jaime al curso de verano del maestro Ivan Galamian, a quien considero el más grande del mundo. Luego que el maestro armenio-ruso conozca a Jaime podríamos solicitar una beca para el Curtis Institute Music de Philadelphia”.

Gingold da a Jaime por tareas ejecutar un estudio sobre cuyo tema debía inventar variaciones; luego tocar escalas en armónicas y arpegios en cuerdas abiertas, a fin de dominar el instrumento sin duda alguna, y para que “sus dedos gorditos se muevan como martillos viajeros”. Además, le trasmite una serie de nuevos recursos técnicos y musicales y a poco él mismo lo presenta al coloso Mischa Elman. Éste acepta la entrevista haciendo la salvedad de que “si el chico no era lo que Gingold creía no lo dejaría terminar su primera pieza”. Elman no gusta de escuchar a estudiantes y su crítica suele ser áspera. “Tocar ante él –previene Gingold—es más importante que tocar diez conciertos ante grandes públicos”.

Llegada la hora de la prueba, Gingold se siente nervioso. Deja solos a Elman y Jaime durante interminables minutos… Por fin escucha las exclamaciones de aplauso del gran artífice del violín y, lanzando un suspiro de alivio, ingresa en la sala donde Elman le espera con estas palabras: “No deje que nadie le haga cambio alguno. Su técnica del arco, su posición, su mano izquierda y todo, es perfecto”. Luego de escucharle varios estudios y un concierto, se refiere al fraseo, calidad, tono, interpretación y sensibilidad del violinista precoz y Elman dice estar ante “un muchacho que tiene todo lo que necesita para ser un verdadero intérprete y a quien sólo falta tiempo para madurar”. “Ahora no vale la pena cosechar más aplausos –escribe Eduardo a sus amigos—a riesgo de que los calzones del mocoso queden cortos toda la vida”.

Ayudado por los artistas de Cleveland, que le pagan la matrícula, Jaime llega a Meadow Mount, de Nueva York, donde se encuentra el campo de verano de Galamian.

Se trata de un centro en el cual perfeccionan su arte o revisan su técnica artistas de alto nivel. Allá estudia Jaime junto a violinistas venidos de los cuatro puntos cardinales, entre ellos, Vera Graf, de Argentina y Sara Silverstein, de Chile. Allí tiene también la oportunidad de conocer instrumentos de legendaria calidad como son los Stradivarius, Guarnerius, Amatis, Gadaminus y Ganglianos. Concluido el curso de verano, pasa a Philadelphia donde, patrocinado por Gingold, por Jorge Zsell, Director de la Orquesta de Cleveland, por Mischa Elman y por la famosa violinista austriaca Erika Moroni, Jaime obtiene al fin una beca segura hasta la finalización de sus estudios. Se trata de una beca concedida por uno de los centros más afamados del mundo, como es el Instituto Curtis, de Philadelphia, que dirige el gran maestro Efrem Zimbalist. En este Instituto, Jaime trabaja doce horas diarias en las agotadoras tareas que forman al artista. “No obstante que dormimos bajo el mismo techo –cuenta Eduardo—y cenamos en la misma mesa, apenas puedo hablar con Jaime los domingos sobre los asuntos importantes”; y como si esto fuera poco, aprovechando de sus vacaciones, Jaime retorna una y otra vez al campo de verano de Galamian. En noviembre de 1955 toca en Washington su concierto de la Unión panamericana, que es favorablemente comentado por las revistas Time y Life, por los principales diarios de Estados Unidos y noticiaros cinematográficos, todos los cuales dan profusa difusión al acontecimiento. La Nacional Bradcasting Corporation le ofrece un contrato para tocar en televisión y Conciertos Daniel lo compromete para una gira por Sudamérica, que Jaime la realiza en 1956 exclusivamente con el deseo de pasar por su patria y recordar en ella la alborada de su vida, de contemplar su paisaje, de sentir de cerca de su pueblo. Y su pueblo, conmovido por la modestia y el generoso corazón del muchacho que sonríe con la misma sonrisa de las flores azules, lo recibe con más cariño que misma admiración. Pero no ha sonado aún la hora del recreo y Jaime, luego de concluir sus estudios de Humanidades, vuelve al Curtis hasta 1958, año en el cual se gradúa y empieza a ejercer el cargo de profesor ayudante en el mismo Instituto. [4]



[1] Texto corregido por el autor para la segunda edición.

[2] Eduardo Laredo realizó sus estudios de secundaria y de música en California, Estados Unidos, donde se graduó en 1928 como Bachiller en Artes. Más tarde –1948 a 1952—fue profesor de música y dibujo en una escuela de dicho país para niños privilegiados que necesitan apurar sus estudios de Humanidades para dedicarse a la especialidad de su talento.

[3] Jaime fue en cambio favorecido con la Beca Luzmila Patiño, consistente en $us. 2.000. La beca tuvo origen en una actuación de la Academia de Música “Man Césped” de Cochabamba, Bolivia, en honor de aquella dama, quien, en retribución al homenaje instituyó esa beca que, a gestión realizada por el entonces Director de la Academia, don Armando Palmero, fue otorgada a Jaime Laredo. La Municipalidad de Cochabamba también le remitió fondos.

[4] En los conciertos que dio en Bolivia, Jaime Laredo fue acompañado por el pianista Anton Kuerti, de 22 años. Éste ganó en 1957 el Premio Leventrit, que lo habilitó para tocar con las principales orquestas sinfónicas de Estados Unidos. Pianista de vigoroso temperamento y de ideas originales. A Jaime Laredo lo escuché acompañado al piano por dos grandes pianistas: Kuerti y Sokoloff, en septiembre de 1956 y noviembre de 1958, respectivamente. Kuerti despierta más admiración como solista; en cambio el profesor Sokoloff es un fino acompañante. En ambas oportunidades pude observar que Jaime, no obstante de tener a su cargo el papel engalanado de virtuosísimo, parecía realizar menos esfuerzo que el acompañante.

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