El Instituto Laredo vivido por un alumno
por Benjamín Rodríguez
El libro que Don Franklin proyectó y quedó inédito incluía esta carta escrita por Benjamín Rodríguez en 1985.
A ciertos postulantes a beca de estudios en la URSS se exigió que completen su documentación con una autobiografía. Benjamín Rodríguez, alumno del último curso del Ciclo Medio, redactó este gracioso y significativo relato de sus vivencias escolares. Rodríguez es actualmente músico del Ballet Folklórico del Instituto, pintor, fabricante de instrumentos nativos y estudiante de Arquitectura.
Mis padres me han contado repetidamente la misma anécdota, tal vez porque yo la escucho siempre como si fuera la primera vez. Dicen que cuando era yo un bebé y aún no había en Bolivia la maldita televisión, la familia se reunía en torno de la radio para escuchar cierto programa de música selecta durante el cual sonaba de rato en rato “por casualidad”, el gorjeo de una vocecilla cuyo origen no podían identificar y que resultó ser… ¡la del bebé! Todos los niños reaccionan con el ritmo, los perros aúllan, las vacas dan más leche; éste es pues un fenómeno de la naturaleza, pero mis padres encontraron en ello una manifestación de precocidad musical, y por ciento me veían ya dirigiendo una orquesta todavía con los pantalones cortos.
Bien, pasado el tiempo, sucedió lo que mejor podía sucederme: un personaje acompañado de dos muchachas que parecían enfermeras, visitó el aula de mi escuelita primaria. Llevaba un estuche negro en el que supuse que guardaban jeringas para inyectar vacunas, pero no, señor, llevaba un instrumento de música con el que tocó una dulce melodía; luego las supuestas enfermeras hicieron demostraciones de super oído y super voz. Finalmente nos pidieron que imitáramos sus proezas. Hubo también una explicación de la importancia que Superman y los astronautas dan al oído. Dicho personaje –don Franklin—sin duda alguna sabía entenderse con los niños; después hablaré de él y por ahora quiero contar que todos los del curso queríamos ser astronautas, mas solamente muy pocos recibimos con aire de misterio una carta para nuestros padres.
Al ser leída, mi madre le dijo a mi padre: “¿No te decía, Manuel? El chico es notable para la música. Aquí en la carta nos felicitan e invitan a presentarlo al examen de ingreso al Instituto Laredo, donde sólo reciben a lo mejor” (esto último ahuecando la voz). Yo ocupaba mi sitio en la mesa, muy inflado y satisfecho, con la cabeza baja y mirando con el rabillo del ojo a mis hermanos que siempre me hacían burlas cuando yo cantaba para los parientes y amigos de mamá.
Llegó el día del examen de ingreso y muy limpito y bien peinado me presenté junto con los centenares de otros niños a una serie de pruebas de lectura, cálculo, dibujo, inteligencia, música, adivinanzas, diálogos y qué se yo. Total, quedé en la lista de los elegidos. Saltando regresé a casa y otra vez mamá salió con su cantaleta: “¿No te dije, Manuel? El chico será un artista, un gran artista”. “Miau”, dijo uno de mis hermanos y mi padre se enojó.
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En la infancia solamente las horas de algunas clases de ciencias son largas; las de música son casi siempre cortas como las horas de recreo. Los años corren y ya estoy haciendo giras de conciertos como miembro prominente del coro de los “Niños Cantores del Valle”. La verdad es que todos nos sentíamos prominentes porque viajábamos en avión, coche reservado de ferrocarril o góndola propia. Nos alojábamos en hoteles, nos visitaba el médico y en suma nos cuidaban como a gente importante. Actuábamos en teatros donde nos aplauden y algunas señoras lloran y nos regalan dulces. Cuando cantábamos la Canción de Cuna, de Mozart, no les despegábamos los ojos, porque era el instante en que sacaban sus pañuelitos y nosotros nos dábamos un codazo disimuladamente.
Admiré a la Directora de coro y me fijaba en todos los detalles de las cosas que hacía, la psicología que empleaba para tener al coro sereno antes de cantar, presto y con toda su energía durante la actuación. Me fijaba y admiraba la forma sutil con que deslizaba sus manos y nos conducía de aquí para allá a voces que suben y bajan, vuelan como gaviotas, se mueren y reviven. El Trenzinho, de Heitor Villalobos era número de éxito; imita los ruidos del tren desde que sale poco a poco de la estación; luego corre y pitea, Uuuuu…Uuuu…Uuuu…, se pierde y vuelve a aparecer. Nosotros viviendo el viaje creíamos ver las montañas, los ríos, los campos cultivados, el ganado, hasta que imitábamos los chorros de vapor de los frenos del tren y ya, con un Do final, concluye la pieza entre aplausos sonrientes del público.
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Es posible que estas horas de infancia musical sean de una felicidad que no se repite en la vida. Me gustaría hablar sobre ello con algún señor que haya sido miembro de algún coro de niños famoso, por ejemplo, los Niños Cantores de Viena; pero, volviendo a mi historia, en el Instituto Laredo, cuando se llega al Ciclo Medio, hay que elegir entre tres especialidades: Instrumentista, Moralista-armonista o Danzarín. Para otros estudios no hay maestros, sencillamente. La carrera de instrumentista también es limitada por la misma razón. Yo elegí la de Moralista. Formé parte del coro de los “Jóvenes Cantores del Valle”; luego, del Coro Polifónico de Cochabamba. Conocí al maestro francés Alain Charron, que ha venido en años sucesivos a darnos clases durante el invierno. Él es apuesto, carismático y experto. En su último concierto de la Catedral de Cochabamba, dirigió un coro de 200 voces, la mayoría del Instituto Laredo, mirándonos a todos a la vez con una mirada penetrante entre ceja y cena, que todo lo domina.
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El Instituto Laredo es cada día nuevo y nos ocupaba todo el tiempo. Ha dejado huellas, diré mejor, surcos profundos en nosotros como personas. Otros jóvenes oyen la música de pasada o simplemente oyen música alienante. Pero los laredistas queremos descubrir su sentido, su mensaje y estamos integrados a ella cuando menos como auditorio religioso. Además, en el Instituto tuvimos la oportunidad de acercarnos a personas mayores de las que se aprende aun más que en la cátedra, y de las que se escucha una palabra importante para la vida. Washington Vargas, por ejemplo, es médico y enseña a los niños en el curso de dibujo, y a los del Ciclo Medio da clases de Elocución y Relaciones Humanas, en las que se habla de amor, ciencia, sexo, violencia, política del país, literatura, poesía, música de protesta o lo que buenamente interesa a la gente de nuestra generación. Otro es Ronald Martínez (ex alumno del Laredo), actualmente profesor de clarinete, pero más que músico es dibujante y poeta. Como ya mencioné, el personaje central es nuestro director del Instituto, el arquitecto y músico Franklin Anaya, de un gran espíritu, con quien nos entendemos como si fuéramos de la misma edad y temperamento, así, sencillamente y haciendo abstracción de la gran diferencia de edad y conocimientos. Por otra parte, la relación con los ex alumnos fue también importante para nuestra formación cultural. Gonzalo Lema, a poco de salir del Instituto, ganó el Premio Nacional “Guttentag” de Novela. Él me empujó hacia la lectura de Cien años de soledad, de García Márquez, y El lobo estepario, de Hermann Hesse. Ronald Martínez, que aún es joven, me hizo notar que la pintura, las letras y la música son la mejor manera de expresar nuestra forma de pensar en cuanto al mundo y la vida. Pinté cuadros que junto con varios compañeros expusimos en la Galería Galaxia, de Cochabamba, y escribí poemas de amor…
Aunque quedan muchas cosas más por relatar, quisiera terminar aquí, pero falta un epílogo: Toco la flauta traversa, “y no por casualidad” tengo mi propio grupo de amigos que se llama “Becuadro”, que actúa aquí y allá. Fabrico instrumentos, especialmente charangos, con cierta habilidad de manos.
Ocurre una aberración: los egresados del Instituto Laredo con vocación musical debemos elegir otra carrera porque no hay dónde continuar la propia, ni recursos para estudiar en el extranjero. Así pues, me he inscrito en la Universidad para la Carrera de Arquitectura.
Don Franklin ha escrito un folleto donde analiza la problemática nacional sosteniendo que: “No se puede iniciar la espiral del desarrollo económico-social sin cumplir una etapa previa de desarrollo cultural primario.” Para ello, entre otras cosas, es necesario formar recursos humanos desde la infancia mediante una educación que integre las Ciencias, las Humanidades y las Artes.
Cochabamba, marzo de 1985.
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