Genio y figura de Don Franklin
El 29 de noviembre de 1985, cuando el Instituto Laredo cumplía sus Bodas de Plata, escribí una columna en el periódico Los Tiempos, que acabo de rescatar porque muestra el viejo afecto que todos sentimos por este gran hombre. Hoy que nos acercamos a las Bodas de Oro del Instituto quizá sea bueno recordar esa nota. Dice así:
Don Franklin Anaya es de los pocos que aman el sonido apacible de su propio silencio. Uno diría que en el él se reencarnó una tortuga abrumada por el peso de su caparazón. Así como es hombre de pocas palabras, es de contados movimientos. Detrás del mínimo de ellos parece concentrarse toda la tragedia de Sísifo para justificarlo. Mezcla de Sócrates y Diógenes, no ignora las virtudes de la frugalidad ni le es compatible la francachela. Sólo la lumbre de su cigarrito le es suficiente para buscar, ya que no hombres justos, niños despiertos que luego encamina en su Instituto.
Pero detrás de su expresión de existencialista aburrido, laten secretos y descomunales movimientos. Si uno se atreve a oír en el fondo de su espíritu, encuentra el rumor a ratos impaciente, a ratos reposado de una orquesta sinfónica que ensaya día y noche, y crece.
Por allí hay un timbalero que no llega, o varios pianistas para un solo instrumento; exceso de violinistas o defecto de vientistas. Problemas que Don Franklin rumia, tejiendo esa infinita red musical con la cual quiere atrapar el alma del país.
Si, satisfecho el oído, uno se inclina para otear en su espíritu, verá niños que juegan en las cuerdas de un pentagrama, jóvenes que templan sus cuerdas vocales, muchachas que danzan, en fin, un ser colectivo que parece haber sido engendrado por las tres Gracias y las Nueve Musas en feliz concubinato con Don Franklin.
Puesto a pensar en una caricatura que resuma el alma de Don Frankin, yo dibujaría una tortuga que fuma, mientras en el interior de su caparazón baila, canta, juega y ríe el Instituto Laredo.
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